Fuente: El Paiś
27 de febrero de 2011
Por: EVA CAVERO
REPORTAJE: DEBATE SOBRE DROGAS BLANDAS
Clubes privados para consumidores de marihuana florecen en algunos puntos de España. Solo admiten socios cuyas cuotas financian plantaciones colectivas para abastecerse. Otros socios lo son por motivos terapéuticos. Se amparan en cierto limbo legal.
En una de las calles del barrio barcelonés de Sants un discreto dibujo de una hoja de marihuana en una fachada anuncia un club peculiar: “La Maca, asociación cannábica”. En el interior, el aspecto es el de una oficina, pero no huele a archivo y burocracia. El humo del cannabis se escapa bajo la puerta de la sala lúdica, donde los socios hablan y fuman porros tranquilamente, sentados alrededor de la mesa o en cualquiera de los cuatro sofás. Otros esperan su turno para entrar en el pequeño despacho donde recogerán la cantidad de marihuana que les corresponda para la semana. Un socio viste con americana y corbata: “Acabo de discutir de cosas importantes en una reunión de trabajo. No quiero fotos”, dice tajantemente.
El cultivo está castigado con cárcel, pero se aplican eximentes y atenuantes que suponen una despenalización ‘de facto’
En el último año y medio se han hecho 1.000 descargas de la guía ‘Cómo crear un Club Social de Cannabis’
Esto no es Amsterdam. Sucede en Barcelona, en San Sebastián, Bilbao y Madrid. Y, no, no se han legalizado los coffee shops en España. Se trata de clubes privados (hasta 22 se han unido en una federación, por el momento) que gestionan plantaciones colectivas de cannabis para producir la marihuana y el hachís que consumirán sus socios, que son quienes sufragan las plantaciones a través de las cuotas. Socios los hay de dos tipos: los terapeúticos (que consumen la droga por razones de salud) y los lúdicos. Pero todos quieren fumar “rico y de calidad por un precio razonable”.
En la sala lúdica de La Maca, Joana se lía un porro en uno de los cuatro sofás. No es una mujer mayor, pero tampoco una jovencita. Inspira el humo con parsimonia, como si cumpliera un ritual: “Fumar me ayudó a seguir con mi vida cuando la depresión lo hacía imposible”. Entrar en una de estas asociaciones tiene sus requisitos. Para ingresar como socio lúdico es necesario el aval de otro socio y que el club disponga de plazas, en función de la cosecha prevista; hacerlo por motivos terapéuticos, como Joana, requiere de un certificado médico. El servicio terapéutico de esta asociación pasa consulta los miércoles por la mañana. En los últimos tres meses, los médicos voluntarios han rechazado a dos pacientes por considerar que no estaban dentro de uno de los ocho grupos de enfermos para los que el cannabis parece ser eficaz como sustancia paliativa. “No pretendemos predicar el uso, sólo hacer un uso inteligente, empezando por adecuar las dosis”, explica Joan Parés Grahit, uno de los doctores.
Hace cuatro años que José Afuera y otros amigos decidieron reunirse para formar un cultivo colectivo. De aquellas primeras reuniones en el salón de su casa nació La Maca. Hoy, la asociación que preside Afuera tiene más de 500 socios y varios terrenos alquilados para las plantaciones agrícolas. La Maca ha crecido. En el local, además de la sala lúdica y el pequeño despacho, hay una sala para que el equipo terapéutico pase consulta una vez a la semana, un baño y dos habitaciones aún vacías. Una de ellas será la sala para los trabajos que requiere la cosecha. La más grande albergará en unos meses una plantación de interior.
Los comienzos no fueron fáciles: no había unas normas claras de cómo actuar, porque los límites de lo legal no están definidos. Ensayo y error. Siguieron el camino que habían abierto otros clubes ya en marcha, la mayoría en el País Vasco, que contaban con sentencias judiciales que han salido reforzadas después de ganar al menos siete juicios por las plantaciones decomisadas. La sentencia más conocida afectó a la asociación bilbaína Pannagh: en 2007, la Audiencia Provincial de Vizcaya determinó que el cultivo colectivo que les fue incautado en 2005 era legal. Y no solo eso, sino que obligó a la policía a devolver los 17 kilos que quedaban de la marihuana. La droga, que aún guardan en cajas en la antigua sede, está inservible, pero se convirtió en un trofeo simbólico.
No hay, sin embargo, un plan de actuación de las instituciones frente a estos clubes. Un portavoz del Ministerio de Sanidad explica a este periódico que los cultivos del cannabis deben estar “sometidos siempre a autorización administrativa estatal previa”. Pero, ¿quién debe emitir esta autorización? No queda claro. En el Plan Nacional Sobre Drogas responden que la Agencia del Medicamento es el organismo que debe aprobar los productos derivados del cannabis que tengan un fin farmacológico. Esta agencia precisa, a su vez, que solo el Sativex (a razón de 440 euros el frasco) está autorizado.
¿Y cuando se trata de fines lúdicos? El artículo 368 del Código Penal castiga el cultivo con entre uno y tres años, pero los jueces suelen aplicar atenuantes y eximentes (por tratarse de consumidores habituales) que suponen una despenalización de facto, según fuentes policiales y judiciales.
No hay regulación. “Las leyes no especifican nada. Estamos construyendo nuestro propio camino”, explica Martín Barriuso, presidente de la Federación de Asociaciones Cannábicas (FAC), que agrupa a 22 de estos clubes. Basándose en la experiencia, la FAC propone algunos consejos: no puede haber propaganda, no hay lucro y es un circuito de consumo privado y cerrado. Aún así, persiste el riesgo de que la policía detenga a uno de los socios durante el transporte de la marihuana de la plantación al local. No hay norma que especifique los límites o cómo pueden compatibilizarse esta actividad con la ley Corcuera, que prohíbe la tenencia de drogas en la vía pública.
Barriuso se muestra especialmente interesado por regular la situación. Además de presidir la FAC, es presidente de Pannagh, un club de Bilbao, y es quien asume la responsabilidad del transporte. Curtido en sus apariciones en ETB y otras televisiones, habla con soltura del proyecto asociativo, en el que milita desde hace más de 13 años. Entonces, Barriuso acudió por primera vez a presentar la propuesta de la FAC en la cámara vasca. Ahora cree que ya pueden probar que funciona: “Nos hemos convertido en una realidad social. Hemos hecho un proceso de reflexión y vemos que es necesario llevarlo a las instituciones.”
El Ministerio del Interior no ha establecido un protocolo de actuación para la policía respecto a estos clubes. Tampoco lo han hecho las Comunidades Autónomas, aunque varias asociaciones aseguran que han tenido conversaciones privadas con las autoridades de su comunidad.
Es en el País Vasco donde las conversaciones van más adelantadas: el pasado noviembre, Martín Barriuso e Iker del Val (presidente y vicepresidente de la FAC) comparecieron ante la comisión de Interior de la cámara autonómica. La respuesta de los grupos parlamentarios vascos fue desigual. La réplica más dura fue la de la portavoz socialista, Teresa Laespada, que, pese a ser amiga de Barriuso, criticó duramente el proyecto, argumentando que la autorización expresa de estos clubes supondría “dos pasitos o tres menos en beneficio del debate social real de las drogas”.
La media de edad de los socios de estos clubes es de 35 años, lo cual quiere decir que hay un porcentaje alto de consumidores que están entre los 40 y los 50. “Los más mayores nos suelen decir: ‘Menos mal que estáis. Ya no tengo edad para ir a buscar al camello de la esquina”, dice Barriuso. Uno de los socios cita el día en el que el médico le recomendó a su madre la marihuana como sustituto de las pastillas para dormir: “¿La droga de mi hijo?”, recuerda que exclamó. Ahora, cada noche, su madre saca del congelador una de las magdalenas de cannabis que le preparan para tomar con un vaso de leche antes de irse a dormir.
Las mismas asociaciones temen que surjan clubes que actúen como “tapadera” para montar un negocio. El modelo que propone la FAC no es el único. Hace año y medio que colgaron en su web la guía Cómo crear un Club Social de Cannabis y se han producido unas 1.000 descargas del documento. La falta de un registro para este tipo de asociaciones impide conocer su número total.
Algunos clubes tienen bar o restaurante, un modelo que recuerda a los coffee shops holandeses. “Es necesario que las cuentas estén claras para poder demostrar que las cantidades producidas se corresponden con lo consumido por los socios”, dice Del Val, presidente de Ganjazz (San Sebastián). Para demostrar que no hay tráfico de drogas, los socios registran en el cuaderno de bitácora de su club las cantidades que prevén consumir, cálculos que determinarán el tamaño de la cosecha. Con el tiempo se plantean que una autoridad se encargue de “auditar” las producciones. Dato curioso: algunas de las asociaciones tributan IVA (gravado al 18%) por las cuotas que sufragan los cultivos. El volumen del impuesto supuso el año pasado 18.938 euros en el caso de Greenfarm (San Sebastián).
Reunidos en la sala lúdica, varios miembros de La Maca celebran la asamblea del miércoles. “Toma, te paso algunas muestras para que las cates”, dice Nora mientras señala unas bolsitas de maría con una etiqueta: Spannabis 2011. Son ejemplares de las plantas que se presentarán en un concurso de cultivos durante la feria que se celebra este fin de semana en Barcelona. Los miembros de las asociaciones forman el jurado que decidirá los mejores cultivos. La Fundación de Ayuda contra la Drogadicción no ve con buenos ojos estas iniciativas: “Que se oiga la voz de los consumidores nos parece legítimo. Nuestra preocupación está en distinguir dónde acaba la reivindicación y comienza una cierta promoción de la sustancia”, aclara Eusebio Megías, director técnico.
La Maca no tiene reparos en enseñar sus oficinas a los periodistas, pero visitar una de las plantaciones no es fácil. Temen los robos y la tentación del sensacionalismo. “La prensa siempre se queda con la foto de la hoja de maría”, insiste Afuera. “La sensación de indefensión ante los ladrones es aún más grande que ante la policía”, dice sin olvidar las horas que pasó en la comisaría hace unas semanas. La historia está cargada de ironía: al ir a denunciar el hurto en una plantación, los Mossos d’Escuadra le explicaron que, para admitirla, antes deberían denunciarle por delito contra la salud pública.
Uno de los cultivos ocupa un invernadero de casi 200 metros cuadrados arrendado a una empresa agrícola. Hileras de plantas de seis variedades distintas de marihuana crecen sujetas a cables para evitar que se tuerzan. El conjunto está rodeado de cámaras y sensores de movimiento conectados a una empresa de seguridad. Por control informático se regulan las constantes de temperatura, luz y humedad para acelerar el crecimiento de las plantas, de manera que pueden cosechar hasta cuatro veces en un año.
Es la plantación “más profesional” de la asociación, explica Raúl, uno de los productores. Tiene 32 años, la memoria lenta y el habla pausada. Su oficio transcurre entre cruces de plantas y la preparación y supervisión de cultivos. Raúl no niega que podría ganar “mucho, mucho más” en el mercado negro. “Trabajar en el cannabis y hacerlo de forma legal es un lujo. Yo no cambio por nada el poder explicarle a mi hija en qué trabajo”.