Fuente: Semana
13 de julio, 2012
Por [Germán Uribe, escritor
>guribe3@gmail.com]
Como se ven las cosas, el auge de esta guerra viene intensificando la violencia y destruyendo los ideales de paz, progreso y bienestar de numerosos países, entre ellos y de manera significativa, Colombia y México.
Cuando en 1970 durante la presidencia de Nixon los Estados Unidos declararon la guerra contra las drogas, nunca se imaginaron que esta no solo sería una de las más inútiles, contraproducentes y prolongadas de todas las guerras que han provocado, sino que, con graves perjuicios secundarios, cuyo efecto es ya de incalculable envergadura en todos los rincones de la tierra, sus diversos costos superarían con creces las tantas otras convencionales en las cuales han sido iniciadores o protagonistas. Y lo saben, pero lo niegan o callan. Su asombrosa terquedad va en contravía de la historia y es cínica, impúdica e irresponsable. Además, como lo dijimos hace algún tiempo en esta misma columna, mientras persistan en el prohibicionismo, combustible y atizador de esta guerra, y fuente económica del narcotráfico al que hace cada vez más osado y violento y, ¡oh paradoja!, menos vulnerable, su determinación a continuarla la hará prevalecer como una cruzada ineficaz y absurda.
Sus resultados, a más de negativos, son contrarios a su fin: la producción de narcóticos crece día a día, sus altos precios en el mercado no han podido desestimular su consumo, ni su criminalización ha logrado vencer las adicciones o la curiosidad de los usuarios. Y pese a lo que ciertas autoridades gringas han venido afirmando en el sentido de que la guerra tiene un acento mayor en el combate contra el consumo interno en su país, creemos que su estrategia global está condenada a fracasar hasta el día en que resuelvan superarla con un replanteamiento que les haga optar por asumirla como un palpitante problema de salud pública, abandonando su financiamiento y apoyo a la represión policial y militar, a las fumigaciones nocivas e indiscriminadas y al aporte tecnológico y guerrerista con que creen poder ganarla.
La drogadicción, como el alcoholismo, es básicamente un problema social y de salud pública. Y los viciosos no son un ejército en pie de lucha, son simplemente unos enfermos a quienes han querido “curar” a punta de cárcel y metralla.
Y aunque este no es lo que pudiéramos llamar el problema social de nuestro tiempo, como sí lo son el hambre, la pobreza y la desigualdad, no cabe duda de que los ingentes recursos económicos, técnicos y militares que se derrochan en ella, están distrayendo los esfuerzos que la potencia del Norte debería encausar hacía soluciones que mejoren las condiciones de vida de los pueblos menos favorecidos del planeta.
Como se ven las cosas, el auge de esta guerra viene intensificando la violencia y destruyendo los ideales de paz, progreso y bienestar de numerosos países, entre ellos y de manera significativa, Colombia y México.
A diferencia de lo que ya esbocé en otras oportunidades, ahora intentaré ceñir mi opinión a unas razones muy concretas para insistir en la urgencia de que la legalización de las drogas se convierta en una realidad impostergable o, al menos, en el punto de partida del debate sobre la manera de confrontar su peligro, partiendo de la conciencia, ya casi generalizada, de que hay que hacer algo, ya, para sobreponernos al temor de que si dejamos de lado una guerra frontal, sangrienta y depredadora contra el hombre y el medio ambiente, como lo es esta, estaríamos cediendo terreno para que esta peste moderna termine por liquidar a nuestra sociedad, idiotizándola, enfermándola y finalmente matándola.
Veamos pues, uno a uno, varios de los argumentos que me han llevado a concluir que únicamente con su legalización podemos superar sus desastrosos efectos:
El alcohol y el tabaco se instalaron en las costumbres sociales sin que esto significara el fin de la especie humana.
Como prohibición de una elección personal que es, se vuelve restrictiva y por ende atentatoria de las libertades individuales. Anticipo que lo digo en términos filosóficos antes de que me lluevan cursis refutaciones.
Los inestimables recursos económicos destinados para combatir la producción, el tráfico y el consumo bien podrían trasladarse a la inversión social y a la lucha contra la criminalidad.
El lucro excesivo de su negocio necesariamente se vendría a pique.
Su producción quedaría regulada y su calidad, dosis y alcances controlados.
La corrupción en la política y en los poderes públicos se vería mermada.
Los tentáculos de la represión para controlarlas o eliminarlas dejarían de infringirles a las gentes de bien efectos colaterales.
El liderazgo por parte de los Estados Unidos en esta guerra dejaría de ser un pretexto para inmiscuirse en el resto de países del mundo quebrantando su independencia y soberanía.
En definitiva, su ilegalidad se convierte en un fascinante reto para productores, comercializadores y consumidores. “Lo lícito no me es grato; lo prohibido excita mi deseo”, sentenció Otto Wagner. Y alguien más nos advirtió: “Lo prohibido tiene un sabor misterioso hasta que se hace costumbre”. Y eso es precisamente lo que no queremos.
En fin, hagamos este ejercicio un tanto surrealista: si también prohibieran el sexo, ¿qué piensa usted que pasaría? ¿La población mundial se multiplicaría llegando a niveles impensables? ¿Su práctica alcanzaría el primer puesto en el consumo humano de “bienes” y “servicios”? ¿La tentación recurrente por quebrantar lo prohibido haría de los impotentes adictos sexuales incurables? ¿El negocio de los condones superaría las cifras de facturación de Wal-Mart?
Seamos serios, aceptemos de una vez que el fin de la guerra contra las drogas y sus catastróficas consecuencias comienza indiscutiblemente con su legalización.