Fuente: El País
09/12/2008
Por: C. PÉREZ-LANZAC
Nada más pisar la asociación Pannagh te golpea el aroma empalagoso de la marihuana. En un armario se guardan bajo llave varias cajas que contienen diversas variedades: Critical Mass, White Widow, Medicine Man, New York Diesel, Aka 47. Al margen de ese detalle, el local es como el de todas las asociaciones: muebles viejos, folletos, algunos pósters y libros, en este caso sobre los efectos del cannabis, sus orígenes…
La sede de Pannagh (cannabis en sánscrito) está en el centro de Bilbao. Hoy es jueves, día de reparto entre los socios. A las 18.00, empiezan a llegar. El primero es Miguel Ángel, con sida y un reciente trasplante de hígado. Después aparece Javier, sin dolencia específica, consumidor porque sí. Y Unai, que fuma porros porque le gusta. Y Begoña, que viene a recoger lo que consume su marido, gravemente enfermo de cáncer… Ser socio cuesta 25 euros al año. Luego pagan el gramo a cuatro euros (alrededor de la mitad de lo que cuesta en el mercado negro). Unos se llevan una bolsita con cinco gramos. Otros, con 10. Como máximo pueden disponer de 40 gramos al mes.
“Entre los socios hay funcionarios, comerciales, muchos enfermos… En total, somos unos 150 socios activos”, explica Martín Barriuso, presidente de Pannagh. Barriuso -43 años, delgado, activo-, habla por el móvil sin parar, por eso lleva un pinganillo en la oreja. Además de ser el responsable de Pannagh, es el presidente de la Federación de Asociaciones Cannábicas (FAC), que a su vez forma parte de La Coalición Europea por Políticas de Drogas Justas y Eficaces (ENCOD). Barriuso es un militante de la causa procannabis, a la que lleva vinculado más de 15 años. La primera vez que hablamos me colgó el móvil apresuradamente. Unos guardias civiles le sorprendieron fumándose un porro. Barriuso es el administrativo de Pannagh. Él cultiva, cosecha, reparte, da la cara, habla con los socios… “Siempre tuve claro que algún día me daría de alta en la Seguridad Social cultivando marihuana”, dice satisfecho.
En España, más de 2,2 millones de personas fuman marihuana o hachís al menos una vez al mes (encuesta domiciliaria 2007- 2008 del Plan Nacional Sobre Drogas). Algunos cultivan, otros tiran de amigos, muchos tienen camello y una minoría están asociados en organizaciones de usuarios o clubes de consumidores. Clubes como La MACA (Movimiento Asociativo Cannábico de Autoconsumo), de Barcelona, con 125 socios -José y Nora se encargan de su cultivo colectivo y están dados de alta en la Seguridad Social como administrativos agrónomos-, o Arsecse, de Sevilla, con unos 50 socios activos. En total, hay una docena de clubes repartidos por España, más al menos cuatro en proyecto (uno en Málaga, otro en Cádiz y dos en Madrid). Barriuso explica los beneficios de pertenecer a uno de estos clubes: “Evitas el mercado negro y te aseguras de que el cannabis es de calidad”.
Si la marihuana es una sustancia ilegal, si a la gente le ponen multas a diario por fumar porros, ¿cómo se explica que existan estos clubes? ¿Son legales? Y sobre todo, ¿para qué existen?
Para explicar estas dudas hay que sumergirse en una compleja maraña de leyes e interpretaciones de las mismas. Y acudir a los orígenes de estos clubes, allá a principios de los noventa. En junio de 1991, un grupo de amigos inscribió en Barcelona la Asociación Ramón Santos de Estudios del Cannabis (ARSEC; eligieron el nombre en homenaje a un amigo fallecido). En 1993, tras analizar un gran número de sentencias aplicadas a casos relacionados con el consumo de cannabis (el Código Penal prohíbe su venta, posesión y consumo en lugares públicos, pero no su consumo privado ni tampoco -como de hecho sucede en muchas senten-cias- el compartido), ARSEC le preguntó al fiscal antidroga de Cataluña si sería delito que cultivasen marihuana para cubrir su consumo personal. El fiscal se vio incapaz de pronunciarse sin hechos concretos y los 100 socios de ARSEC decidieron llevar a cabo la propuesta: plantaron 200 plantas de marihuana en una finca de Tarragona e informaron de ello al fiscal, a los Mossos d’Esquadra y a los medios de comunicación. Meses más tarde un coche de la Guardia Civil se topó con la plantación y la requisó.
El caso llegó a los tribunales. En una primera sentencia, la Audiencia Provincial de Tarragona absolvió a los cuatro responsables del cultivo. Pero la fiscalía recurrió. En 1997 el Supremo condenó a cada uno a cuatro meses de cárcel y una multa de 3.000 euros por un “delito abstracto”. “El cultivo de plantas que producen materia prima para el tráfico de drogas es un acto característicamente peligroso para la salud pública, no obstante, que en el caso no se haya llegado a producir un peligro concreto”, reza la sentencia. Que significa algo así como: aunque de momento no había sucedido, ¿quién nos asegura que no se iba a acabar traficando con esta marihuana?
Paralelamente a la experiencia de ARSEC sucedieron dos cosas. Por un lado, en Bilbao un grupo de personas decidió emular su experiencia. Crearon la asociación Kalamudia (origen de Pannagh), plantaron marihuana y avisaron a los medios de comunicación. El caso llegó al juzgado de Bilbao, que concluyó que no había indicio de delito, y meses más tarde Kalamudia recogió su primera cosecha ante los periodistas.
Más o menos por esas fechas, la Junta de Andalucía, advertida de los posibles efectos beneficiosos del cannabis en determinadas patologías, empezó a plantearse la posibilidad de crear en los centros de asistencia una sala donde los enfermos pudieran consumirla de forma legal y encargó un estudio al respecto a dos profesores de Derecho Penal de la Universidad de Málaga, Juan Muñoz Sánchez y Susana Soto Navarro.
Tras estudiar el asunto, Muñoz y Soto elaboraron un informe -El uso terapéutico del cannabis y la creación de establecimientos para su adquisición y consumo- que elabora una serie de condiciones legales que la Junta nunca llegó a aplicar, pero que hoy sirven de referente a los clubes de consumidores. Estas condiciones son: 1. Que el cannabis se distribuya en un local de acceso restringido sólo a un grupo determinado de adictos o consumidores habituales mayores de edad. 2. Que sea un lugar cerrado que no permita el acceso a terceras personas. 3. Que se trate de unas cantidades de droga que no rebasen el límite de un consumo inmediato. 4. Que no se obtenga un beneficio económico.
¿Significa esto que siguiendo estas normas la legalidad está asegurada? No, ni mucho menos. “Esto no es algo que diga una ley, es una interpretación que como tal puede variar”, explica el propio Muñoz. “De hecho hay sentencias que difieren de esta doctrina. No hay seguridad jurídica. Además, hay que recordar que según el Código Civil toda tenencia de cannabis es ilícita. El estudio se hizo partiendo de la realidad de que la droga existe y de que lo mejor es que se reduzcan una serie de daños. Los consumidores habituales de marihuana van a seguir consumiendo, y estos clubes entre otras cosas evitan el peligro de acudir a otros contextos donde van a encontrar drogas más duras”.
Diego de las Casas es el abogado de dos clubes de consumidores que se están formando en Madrid. “Hay que llevar una contabilidad estricta, tener un jardinero en nómina… La idea es, ya que vas a hacerlo, hazlo lo mejor posible. Se trata de facilitar que la Administración pueda hacer la vista gorda. Pero nadie te asegura nada. Esto es una guerra de guerrillas”.
“Los consumidores están buscando la forma de obtener sustancias de calidad y cumpliendo en la medida de lo posible la legalidad”, dice Xavier Arana Berastegi, profesor del Instituto Vasco de Criminología (dependiente de la Universidad del País Vasco), que lleva años realizando estudios sobre la jurisdicción aplicada a las drogas. “Ahí hay un camino por recorrer en el que no todo el mundo está de acuerdo porque creen que incita al consumo. Hoy por hoy, según a quién le llegue un caso de este tipo lo considerará legal o no. Su inseguridad jurídica es total”. Como dice Arana, el día a día de estos clubes es complicada. El miedo a que les requisen el cultivo siempre está ahí, aunque aseguran que temen más a los ladrones. Algunos incluso han optado por dotar a su cultivo de una alarma conectada con la policía.
A pesar de su inseguridad, recientemente la ley ha dictado dos sentencias a favor de socios de estos clubes. La primera es de 2006: Barriuso y otros dos miembros de Pannagh fueron detenidos mientras cosechaban la marihuana de la asociación. Estuvieron tres días en prisión y se les requisó el cultivo. Meses más tarde, la Audiencia de Vizcaya resolvió que no había delito -“se trata de una modalidad de consumo entre adictos en el que se descarta la posibilidad de transmisión a terceras personas (…)”- y archivó la causa. En mayo de 2007, sin recurso de la fiscalía, se ordenó la devolución de las plantas incautadas. Y así fue. La policía tuvo que devolver la marihuana, un total de 17 kilos que llegaron podridos. Aunque es inservible, Barriuso no se ha deshecho de la mercancía. Las cajas están apiladas en una esquina del local. Su trofeo.
La segunda sentencia es de 2006. El Juzgado de lo Penal número 3 de Huelva absolvió a un miembro de Arsecse (la Asociación Ramón Santos de Estudios del Cannabis de Sevilla) que había sido denunciado por un vecino: tenía 24 plantas de marihuana en un invernadero de su finca. El juez consideró probado que el cannabis era para su consumo personal y el de otros asociados.
Con estos precedentes, Barriuso cree que los clubes podían haber proliferado más: “La gente no quiere líos; resulta más fácil plantar a tu aire que montar una asociación”. Él cree firmemente que constituyen una alternativa factible, aunque reconoce “que hay que arriesgarse”.
De momento no hay grandes voces en contra, ni alerta social. “El problema sanitario asociado al consumo de esta droga no es esta gente, sino los adolescentes que fuman porros a diario”, concede Amador Calafat, psiquiatra y director de la revista Adicciones. “Lo que me preocupa es que el movimiento procannabis con su reivindicación propicia que haya gente que tenga una baja percepción del riesgo del consumo de estas sustancias”.
Contactada por este periódico, la Fiscalía Antidroga del Estado rechazó opinar sobre este tema (“la fiscalía sólo se pronuncia sobre procedimientos concretos”), pero una fuente interna alertó: si se les sanciona o no dependerá del caso y del juez.
Preguntado al respecto, una fuente del Plan Nacional sobre Drogas, comentó: “En nuestro país el consumo de cannabis en el ámbito privado no está penalizado. Tampoco lo está el cultivo para consumo propio. Si estas asociaciones se limitan a esto, su actividad no tiene ninguna trascendencia penal. Sólo cuando se hace publicidad de este consumo o cuando se promueve, es cuando pueden cometer un delito contra la salud pública, según el Código Penal. Pero son los tribunales quienes tienen que decidirlo”.
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Socios recreativos y socios terapéuticos
Miguel Ángel, está aquí la prensa. ¿Te importa?
A estas alturas como comprenderás es lo que menos me preocupa.
¿Qué te vas a llevar hoy?
Dame lo más fuerte que haya, un cañonazo. No duermo nada.
¿Aka 47?
No, la Aka no, que me sabe a puro. Mejor me llevo 10 gramos de la New York Diesel.
Estamos en el local de Pannagh y la conversación se produce entre Manuel y Miguel Ángel. Ambos son miembros de esta asociación de usuarios de cannabis de Bilbao. Miguel Ángel, enfermo de sida, con un reciente trasplante de hígado, y visiblemente demacrado, ha acudido a por su dosis semanal. Manuel se encarga hoy del reparto. Las conversaciones que mantiene Manuel con uno y otro recuerdan a las de un ambulatorio.
Los clubes de consumidores no nacieron como respuesta a los enfermos que han llegado a la conclusión de que la marihuana mitiga sus síntomas o dolencias -cáncer, sida, fibromialgia, esclerosis múltiple-, pero la realidad es que muchos acaban en uno. Así evitan el engorro del trapicheo y se aseguran una sustancia de calidad. “Me facilita mucho la vida, estoy encantado”, dice Miguel Ángel. Alrededor del 70% de los socios de Pannagh son personas con alguna enfermedad; “consumidores terapéuticos”, los llaman. El 30% restante son personas sanas o “consumidores recreativos”.
Los ejemplos se repiten. El 40% de los socios de ARSECSE (Sevilla) son enfermos. Y también los son un porcentaje de los socios de La MACA (Barcelona), aunque menos: 15 de un total de 125 socios. Muchos llegan a estos clubes aconsejados, por lo bajini, por sus médicos.
“Tenemos doble lista de espera, una terapeútica y otra recreativa”, explica Martín Barriuso, de Pannagh. “Le damos prioridad a los enfermos porque entendemos que quien está sano se puede buscar la vida. Fíjate si nos llaman, que lo han hecho desde un convento preguntando que cómo podían conseguir marihuana para una monja enferma. Tratamos a gente desesperada. Y encima hay quien nos acusa de usar a los enfermos para nuestra causa”, se queja Barriuso, que llegado a este punto se enciende. “¡Si es al revés! Les atendemos porque nos da pena, pero nosotros entendemos que quien no está enfermo tiene el mismo derecho a consumir lo que le dé la gana”.
Mientras habla, Barriuso recibe una llamada de Barcelona. Se trata de una mujer enferma de fibromialgia, preocupada. Barriuso le da el contacto de La MACA. ¿Y qué hay de ese medicamento que tiene cannabis?, pregunta la mujer. “Se llama Sativex”, le explica Barriuso. “Pero es difícil de conseguir, dependerá de que tu médico decida que puede servirte”. El Sativex es un aerosol sublingual con extracto de cannabis. Canadá es el único país que ha autorizado su uso médico. En España está prohibido. Sólo se permite para casos puntuales siempre que el médico lo solicite y la Comunidad en cuestión lo autorice. En tres años se ha dado luz verde a alrededor de 300 tratamientos.