PIÉNSALO OTRA VEZ
Por Ethan Nadelmann, fundador y director ejecutivo de la [Drug
Policy Alliance.->http://www.drugpolicy.org/homepage.cfm]
Fuente: Foreign Policy (USA)
Edición de septiembre/octubre de 2007
La ilegalización ha vuelto a fracasar. En lugar de considerar la demanda de drogas prohibidas como un mercado y tratar a los adictos como pacientes, los líderes políticos no han hecho más que engordar las ganancias de los traficantes y fomentar narcoestados que harían temblar a Al Capone. Al final tendrá que imponerse una estrategia antidroga más realista e inteligente.
“Es una ‘guerra’ que se puede ganar”
No. Un “mundo sin drogas”, que Naciones Unidas considera un objetivo realista, no es más factible que un mundo “libre de alcohol”, y nadie se ha atrevido a proponer esto último sin echarse a reír desde la derogación de la ley seca en EE UU en 1933. Sin embargo, persiste la fútil retórica sobre el triunfo en la guerra contra las drogas, a pesar de las montañas de documentos que demuestran su bancarrota ideológica y moral. En 1998, la ONU decidió “eliminar o reducir significativamente el cultivo ilegal de la hoja de coca, del cannabis y de la adormidera para 2008” y “lograr resultados significativos y cuantificables en el terreno de la demanda”. Sin embargo, a día de hoy su producción y su consumo siguen básicamente igual que hace una década. Desde entonces, muchos de sus productores han ganado en eficiencia, y la heroína y la cocaína son más puras y baratas.
Siempre es peligroso que la retórica condicione las políticas, pero más aún cuando el discurso de la guerra contra las drogas lleva a los ciudadanos a aceptar bajas colaterales que nunca permitirían en el ámbito de las fuerzas de seguridad, y mucho menos en el sanitario. Los políticos aún hablan de eliminar las drogas de la faz de la Tierra como si su empleo fuera una plaga que asola la humanidad. Pero poner coto a los narcóticos no es como controlar una enfermedad, por la sencilla razón de que no hay demanda de viruela o de polio. El cannabis, el opio y la coca se han cultivado durante milenios. Las metanfetaminas y otras sustancias sintéticas pueden producirse en cualquier sitio. La demanda de determinadas drogas ilegales se infla y desinfla dependiendo no sólo de la cantidad disponible en el mercado, sino también de las modas, de la cultura y de la competencia de otras alternativas de ocio y otros estimulantes. La relativa dureza de la legislación antidroga y la intensidad de la persecución policial importa sorprendentemente poco, excepto en Estados totalitarios. Al fin y al cabo, a pesar de las estrictas políticas estadounidenses, el índice de consumo de drogas ilegales en EE UU es el mismo (o mayor) que en Europa.
“Es posible reducir la demanda”
Buena suerte. Moderar la demanda de drogas ilegales, en principio, tiene sentido. Pero el deseo de alterar nuestra consciencia mediante su consumo es casi universal, y en general no constituye un gran problema. Prácticamente no ha existido ninguna sociedad “libre de drogas”, y cada año se descubren e inventan nuevas sustancias. Las medidas educativas y las alternativas al consumo de estupefacientes son útiles para combatir la demanda, pero no cuando se convierten en políticas irrealistas y de tolerancia cero.
Como dicen del sexo, la abstinencia es la mejor vía para evitar problemas, pero es necesario un plan B para aquellos que no pueden o no quieren contenerse. La tolerancia cero disuade a algunas personas, pero también incrementa los daños y costes para quienes no se reprimen. Las drogas son más potentes, su consumo se hace más peligroso y los consumidores son marginados de un modo que nadie merece.
El enfoque más adecuado no es la reducción de la demanda, sino la reducción de daños. Conseguir que haya menos adictos está muy bien, pero no es tan importante como disminuir el número de muertes, la delincuencia, las enfermedades y el sufrimiento asociados al mal empleo de los narcóticos y a las políticas prohibicionistas. En el caso de las drogas blandas, reducir daños significa promover que se beba con responsabilidad, convencer a los conductores de que dejen el coche en casa si van a beber, o a los fumadores de que cambien los cigarrillos por chicles, parches de nicotina o tabaco sin humo. En cuanto a las sustancias ilegales, implica minimizar los contagios de enfermedades infecciosas mediante programas de intercambio de jeringuillas o reducir las muertes por sobredosis facilitando antídotos y metadona –o incluso heroína farmacéutica– como sustituto de la heroína y otros opiáceos ilegales. Reino Unido, Canadá, Alemania, Países Bajos y Suiza ya lo han hecho. Y no hay duda de que estas estrategias reducen los daños causados por las drogas sin incrementar su consumo. Lo que bloquea la expansión de estos programas no es el coste. Suelen ahorrar a los contribuyentes un dinero que de otro modo se gastaría en juicios y sanidad. Las piedras en el camino son los patrocinadores de la abstinencia como única alternativa y la cruel indiferencia por las vidas y bienestar de los consumidores de drogas.
“La solución es reducir la oferta”
La historia muestra que no. Reducir la oferta tiene tanto sentido como reducir la demanda: si nadie plantara cannabis, coca u opio, no habría heroína, cocaína o marihuana que vender o consumir. Pero la estrategia del palo y la zanahoria que implica la erradicación y sustitución de cultivos ha fracasado, con raras excepciones, durante medio siglo. Estos métodos pueden funcionar a escala local, pero normalmente lo único que ocurre es que la producción se traslada a otro lugar: la de opio, de Pakistán a Afganistán; la de coca, de Perú a Colombia, y la de cannabis, de México a EE UU, sin retroceso de la producción global o incluso con algún incremento.
La zanahoria en forma de desarrollo económico y ayuda en la transición a cultivos legales suele llegar tarde y de forma inadecuada. El palo (con frecuencia ejemplificado por la erradicación forzosa, incluyendo fumigaciones aéreas) acaba con los cultivos legales e ilegales a la vez y puede ser peligroso para las personas y para el medio ambiente. Lo mejor que puede decirse en favor del combate contra la oferta es que da a las naciones ricas una razón para gastar más en el desarrollo económico de países más pobres. Pero, en su mayor parte, la política de erradicación y sustitución causa estragos a los campesinos sin desinflar la oferta. Los mercados globales de productos derivados del cannabis, la coca y el opio operan, en general, como los de cualquier otra materia prima internacional: si una fuente está en riesgo, surge otra.
Si en los círculos que dirigen la lucha contra las drogas se razonara con lógica, la cuestión central ya no sería reducir la oferta, sino plantearse: “¿Dónde causa menos problemas (y mayores beneficios) la producción ilegal?”. Piense en ello como un reto global de control del vicio. Nadie espera erradicarlo, pero hay que contenerlo y regularlo, aunque sea ilegal.
“La política de Estados Unidos se sigue a escala planetaria”
Triste, pero cierto. Buscar en EE UU un modelo antidroga es como fijarse en la Suráfrica del apartheid para lidiar con la cuestión racial. Estados Unidos ostenta el primer puesto en el ranking de reclusos per cápita: con menos del 5% de la población del mundo, acoge a un 25% de los presidiarios. El número de personas encerradas por delitos relacionados con las drogas ha pasado de 50.000 en 1980 a unos 500.000, una cifra que supera el total de presos de Europa Occidental por cualquier causa. Aún más letal es la resistencia estadounidense a los programas de intercambio de jeringuillas –dentro y fuera de EE UU– para reducir el sida. ¡Quién sabe cuánta gente se habría librado de contraer la enfermedad si Washington no se hubiera opuesto a esos y a otros programas de reducción de daños que han mantenido a raya el sida en países como Australia, Gran Bretaña y Países Bajos! Tal vez millones.
Y sin embargo, a pesar de este desastre, EE UU ha conseguido imponer un régimen internacional de prohibición diseñado a imagen de su enfoque moralista y sancionador. Washington ha dominado las agencias antidroga de la ONU y otras organizaciones internacionales, y consiguió que su agencia federal contra los narcóticos fuera la primera en hacerse global. En raras ocasiones una nación ha tenido tanto éxito a la hora de extender al resto del mundo unas políticas que ya han fracasado en su territorio.
Pero ahora, por primera vez, la hegemonía estadounidense se está viendo amenazada. La Unión Europea está exigiendo que se valoren de forma rigurosa las estrategias contra las drogas. Exhaustos tras décadas de guerra contra el narcotráfico, los latinoamericanos se sienten menos inclinados a colaborar estrechamente con EE UU. Finalmente, a medida que empiezan a sufrir la implacable amenaza del sida, China, Indonesia, Vietnam e incluso Malaisia e Irán están aceptando cada vez más los programas de intercambio de jeringuillas y otros similares. En 2005, el ayatolá a cargo del Ministerio de Justicia emitió una fetua que declaraba compatibles con la sharia (ley islámica) los programas de metadona y de intercambio de jeringuillas.
“Hay que acabar con la producción de opio en Afganistán ”
Cuidado. Es fácil creer que eliminando la producción en Afganistán –de donde procede el 90% de la oferta mundial de opio, frente a un 50% hace 10 años– se resolverían todos los problemas, desde el abuso de la heroína en Europa y Asia hasta el resurgimiento de los talibanes. Pero supongamos que Estados Unidos, la OTAN y el Gobierno de Kabul lograran atajar la producción de esa sustancia en Afganistán. ¿Quién se beneficiaría? Los talibanes, los señores de la guerra y otros negociantes del mercado negro, cuyo género alcanzaría un precio exorbitante. Cientos de campesinos afganos se agolparían en las ciudades, con escasa formación para encontrar trabajo, y muchos de ellos regresarían a sus granjas el año siguiente a plantar otra cosecha ilegal. Pronto estarían compitiendo con los agricultores pobres de Asia Central, América Latina o África. Al fin y al cabo, se trata de un mercado global. ¿Y qué ocurriría fuera de Afganistán? La subida de precios suele traducirse en un incremento de los índices de criminalidad protagonizada por drogodependientes. Además, invita a emplear formas de consumo más baratas pero más arriesgadas, como pasar de fumar heroína a inyectársela, lo que implica mayores tasas de infección por hepatitis C y VIH.
Teniendo en cuenta todo esto, limpiar Afganistán de opio produciría muchos menos beneficios de lo que se cree. Entonces, ¿cuál es la solución? Algunos recomiendan comprar todo el opio de ese país; saldría mucho más barato que la actual estrategia de erradicación. Pero dado que mientras persista la demanda de heroína siempre habrá granjeros que produzcan opio en algún lugar, tal vez el mundo está mejor recibiendo el 90% de un solo Estado. Si esta herejía se convierte en el nuevo evangelio, se abrirán grandes posibilidades de aplicar otra política en Afganistán, que reconcilie los intereses de Estados Unidos, los de la OTAN y los de millones de afganos.
“La legalización es el mejor enfoque”
Podría serlo. La prohibición a escala global es, sin duda, un gran y costoso desastre. La ONU sitúa el valor del mercado mundial de drogas ilegales en 400.000 millones de dólares (unos 290.000 millones de euros) o el 6% del comercio global. Los extraordinarios beneficios que atraen a quienes están dispuestos a asumir riesgos enriquecen a los delincuentes, a los terroristas, a las insurgencias violentas y a los gobiernos y policías corruptos.
Muchas ciudades, Estados federados e incluso países de Latinoamérica, el Caribe y Asia recuerdan al Chicago de Al Capone, multiplicado por 50. Al sacar a la luz el mercado de la droga, la legalización cambiaría de forma radical y para mejor todo ese panorama. Y lo que es aún más importante: reduciría la adicción a lo que es, una cuestión de salud. La mayoría de las personas que toman drogas son como los consumidores responsables de alcohol, que no hacen daño a nadie ni a sí mismos. Dejaría de ser un problema del Estado. Pero también sería buena para todos aquellos que luchan contra las drogas, porque reduciría el riesgo de sobredosis y de contagios asociados a los productos sin control, porque eliminaría la necesidad de obtener las sustancias en peligrosos mercados criminales y porque permitiría que la drogadicción se tratara como un problema médico en vez de como una cuestión criminal.
Nadie sabe cuánto gastan en total los gobiernos en las actuales y fallidas políticas antidroga, pero podría rondar al menos los 100.000 millones de dólares al año, casi la mitad de los cuales corresponde a los Gobiernos federal, estatal y local de EE UU. Añadamos las decenas de miles de dólares anuales que se obtendrían por vía impositiva de la venta de drogas legales. Ahora imaginemos que sólo un tercio de la cantidad resultante se utilizara para combatir las enfermedades y las adicciones relacionadas con el consumo de drogas. Prácticamente todo el mundo, excepto quienes obtienen rentabilidad política del sistema actual, sacaría beneficio.
Algunos dicen que la legalización es inmoral, pero eso es una tontería, a menos que uno crea que se puede discriminar a las personas por lo que introducen en sus cuerpos, cuando no perjudican a nadie más. Otros dicen que eliminaría el más mínimo obstáculo para la generalización del abuso de drogas. Éstos olvidan que ya hay todo tipo de sustancias psicoactivas y que quienes no tienen dinero para comprar drogas esnifan pegamento, gasolina y otros productos industriales, que pueden ser más perjudiciales que cualquier estupefaciente. No, el mayor inconveniente de la legalización podría ser el hecho de que los mercados legales acabarían en manos de poderosas empresas farmacéuticas, tabacaleras y productoras de bebidas alcohólicas. Aun así, esta medida sería una opción más pragmática que vivir con la corrupción, la violencia y el crimen organizado.
“Nunca se legalizarán”
Nunca digas nunca jamás. Puede que aún quede un largo trecho para una legalización total, pero no falta tanto para que se produzca al menos una parcial. Si hay una droga que tiene posibilidades de ser legalizada, es el cannabis. Cientos de millones de personas lo han usado, la mayoría de ellas sin sufrir daño alguno ni acabar metida en drogas más duras. En Suiza, por ejemplo, ha sido legalizada dos veces por una de las cámaras legislativas, para luego ser vetada por la otra por muy pocos votos de diferencia.
En el resto de Europa está declinando el apoyo a la penalización del cáñamo. En EE UU, donde el 40% de los 1,8 millones de detenciones anuales por drogas se debe a posesión de pequeñas cantidades de cannabis, el 40% de los ciudadanos cree que esta sustancia debería cargarse con impuestos, y estar controlada y regulada del mismo modo que el alcohol. Azuzado por el presidente boliviano, Evo Morales, crece en Latinoamérica y en Europa el apoyo a la eliminación de la coca de las convenciones internacionales sobre estupefacientes, dada la ausencia de razones sanitarias que aconsejen lo contrario. Los cocaleros tradicionales se beneficiarían económicamente, y hay alguna posiblidad de que sus productos pudieran competir favorablemente con otras sustancias más problemáticas, incluido el alcohol.
La guerra global contra las drogas se mantiene, en parte, debido a que muchas personas no distinguen entre los efectos dañinos del abuso de los estupefacientes y los de su prohibición. La legalización sitúa esta diferencia en primera línea del debate. El problema del opio en Afganistán es, sobre todo, un problema de prohibicionismo, no de drogas. Y lo mismo vale para la narcoviolencia y la corrupción que sufren América Latina y el Caribe desde hace al menos tres décadas y que amenazan el continente africano. Los gobiernos pueden arrestar y matar a un narco detrás de otro, pero la solución definitiva debe ser estructural. Poca gente duda ya de que la guerra contra las drogas está perdida, pero se necesita valor e imaginación para superar la ignorancia, el miedo y los intereses que la sostienen.