Fuente: Transnational Institute
16.3.2009
Por: Amira Armenta
Cada vez que se avecina una reunión de alto nivel para tratar el tema de las drogas controladas -su producción, tráfico y consumo- vuelve a saltar a la escena la vieja propuesta de la legalización como solución al problema, y la discusión en torno a este punto de vista. El tema de la adopción de la ONU de una nueva Declaración Política para las drogas ha propiciado en las últimas semanas un auge en el debate.
Aunque las cifras y hechos de las últimas décadas revelan claramente que las estrategias hasta ahora implementadas han fracasado y se necesita un cambio, los organismos de drogas de la ONU y algunos países influyentes insisten en el viejo adagio conservador de ‘mejor malo conocido que bueno por conocer’ y se oponen testarudamente a abrir la más mínima rendija que pueda inducir a un cambio de paradigma. Fiscalización y castigo es la norma y cualquier consideración que represente una relajación de esta normativa es peligrosa porque, temen, podría terminar incrementando la producción, tráfico y consumo. En este contexto se ha venido rechazando incluso el concepto de ‘reducción del daño’ que lo único que promueve es un tratamiento más humano para las víctimas del actual sistema, particularmente los usuarios de alto riesgo.
En tan rígido contexto, prácticamente ningún país o institución gubernamental en cualquier lugar del mundo se atreve a hablar de legalización, ello a pesar de que la legalización es una idea bastante extendida y aceptada en amplios sectores de la sociedad civil y medios de comunicación. Estos sectores parten de que la prohibición de la producción, venta y consumo de drogas ha causado un daño tan profundo en la sociedad que bien vale la pena considerar levantarla. Y a menudo muchos echan mano de la comparación con los años de la ley seca en EEUU, y cómo las mafias perdieron esa fuente de ingreso una vez se regularizó el negocio del alcohol, etc.
El número de la segunda semana de marzo de la revista conservadora The Economist que le dedica varias páginas al tema, propone francamente parar la guerra a las drogas (how to stop the drug wars). El The Economist es desde hace tiempo un ferviente partidario de la legalización. En un artículo publicado por ellos hace veinte años (Hooked on just saying no) con motivo del nombramiento del nuevo zar de las drogas del Presidente Bush I en 1989, le aconsejan al nuevo zar legalizar las drogas porque la prohibición sólo ha empeorado el problema que se proponía solucionar.
Hay, sin embargo, una pequeña pero importante diferencia entre lo que decía esa revista hace dos décadas y lo que dice ahora. En aquel entonces, es decir, con veinte años menos de miseria causada por la represión a las drogas –pienso en dos décadas de catástrofe ambiental inducida por la política antinarcóticos que se aplica en un país como Colombia; pero también en los progresos que ha hecho el narcotráfico en el mundo, en la deterioración de las condiciones sanitarias a las que ha llevado el consumo criminalizado, el exponencial incremento de la población carcelaria, y en tanto más- la legalización era incuestionablemente la solución. Veinte años después, el The Economist se muestra un poco más prudente. Si bien sigue creyendo en la legalización, también afirma que ésto sería lo ‘menos malo’que podría pasar. “Our solution is a messy one; but a century of manifest failure argues for trying it.”
A messy one. Es decir, una solución problemática. No exenta de complicaciones. El mal menor. ¿Acaso si las drogas se hubieran legalizado hace veinte años el proceso hubiera sido menos messy? Quizás. Es como aplicarle una quimioterapia a un paciente aquejado por un cáncer. Mientras más tarde se le aplique, más débil estará el paciente, más estragos causará el remedio en su cuerpo. ¿Cómo sería el mundo si ya lleváramos 20 años de legalización? Cualquier cosa que se diga al respecto sería pura especulación.
Pero, ¿qué significaría hoy día en la práctica la abolición de la prohibición? El prohibicionismo lleva un siglo aplicando sus principios, no queriendo reconocer sus fracasos y proponiendo incluso un endurecimiento de las políticas represivas. Ya sabemos que esto no funciona. Pero el antiprohibicionismo lleva también sus buenas décadas esgrimiendo los mismos argumentos a favor de la legalizacion. Mientras tanto el mundo ha cambiado. ¿Qué efecto tendría hoy día el hecho de poder comprar en el supermercado del barrio algunas dosis de cocaína para la fiesta del viernes por la noche?
En un artículo prominente de Paul Stares sobre la legalización, este investigador señala que no existe hasta el momento una evaluación de la operacionalidad de la legalización. No hay investigaciones serias sobre sus potenciales costos y beneficios. De modo que cualquier cosa que se diga a favor (o en contra) de la legalización de las drogas podría tener más de mito que de realidad.
El mencionado artículo de Stares es de 1996, pero la rigidez de las posiciones sobre droga que imperan en el mundo no ha permitido en estos trece años un avance en el debate sobre la legalización ni la promoción de investigaciones serias sobre sus posibles impactos. La aplicación de la legalización de las drogas en todos los niveles sería un asunto extremadamente complejo que debería ser motivo de estudio y examen por parte de autoridades competentes. Las argumentaciones a su favor que proponen los medios de comunicación o los grupos de la sociedad civil, aunque suenen sensatos, no ofrecen la suficiente respuesta. ¿Qué se puede esperar que sea, bajo un régimen antiprohibicionista, la regulación de sustancias hoy controladas en términos de su producción, comercio y consumo?
Mientras tanto, entre prohibición y antiprohibición hay un mundo de posibilidades para reducir el perjuicio que causan las drogas y la guerra a las drogas, que la polarización no deja ver y que la nueva Declaración Política de Naciones Unidas ha optado por seguir ignorando.