Fuente: El País
23 de Septiembre 2010
TRIBUNA: ARACELI MANJÓN-CABEZA*
El prohibicionismo, instaurado en Estados Unidos a comienzos del siglo XX
e impuesto por ese país al resto del planeta, ha fracasado. Múltiples
razones policiales y de salud pública recomiendan la despenalización
Una vez más se reabre el debate sobre la ineficacia de la represión en
materia de drogas. Ha bastado que el ex presidente Felipe González nos
recordase los males de la prohibición y la necesidad de un cambio de
rumbo. Pero no es nada nuevo. Que los esfuerzos antidroga son un “largo y
glorioso fracaso” era ya más que evidente hace años.
Milton Friedman advertía en 1972 que era imposible acabar con el tráfico
de drogas y que la prohibición era la peor estrategia para usuarios y no
usuarios; 17 años después afirmaba que la epidemia del crack se habría
evitado de ser legal la cocaína.
Gary S. Becker señalaba en 2001 que la legalización, aun no siendo la
panacea y presentándose como “una aventura hacia lo desconocido”,
eliminaría las ganancias del narcotráfico y la corrupción y que el posible
aumento del consumo se compensaría con el control de la calidad.
Recientemente, en enero de 2010, Mario Vargas Llosa ha insistido en que la
despenalización es el único remedio y lo afirma con los ojos puestos en
México, pero también en otros países. Y más en la misma línea: Paulo
Coelho, los ex presidentes Cardoso, Zedillo y Gaviria y las 17.000
personas que han firmado desde junio pasado la Declaración de Viena,
reclamando a los Gobiernos y a Naciones Unidas una revisión transparente
de la actual estrategia.
La prueba hoy más clara -pero no única- del fracaso y de los inasumibles
costes de seguir intentándolo nos la proporciona México: desde 2006, el
combate al narco del presidente Calderón ha provocado dos guerras -la que
se libra entre narcos y la del Estado contra el crimen organizado- y
30.000 muertos (900 eran niños menores de 17 años).
En contra de la legalización se dice que los beneficios de acabar con el
crimen organizado no serían mayores que los problemas que causaría el
aumento del consumo. Pues bien, creo que esta afirmación es hoy claramente
incierta. Admitiendo como muy probable un aumento inicial del número de
consumidores de las drogas ya legales, a la vez, serían seguros otros
efectos beneficiosos: control de la calidad de las sustancias, lo que
evitaría los males asociados al consumo de los venenos ilegales que hoy
circulan; disminución de precios, lo que reduciría drásticamente la cifra
de delincuencia drogoinducida; sacar a los consumidores de determinados
ambientes especialmente insalubres y peligrosos, para dirigirlos a un
mercado legal y controlado.
Solo lo anterior ya justificaría pensar muy seriamente y sin prejuicios en
un proceso de legalización y de control estatal, con o sin impuesto
especialmente fuerte a la producción, con mayor inversión en las políticas
de reducción de la demanda -educación, prevención y rehabilitación- y con
un ahorro espectacular en los enormes esfuerzos económicos que hoy se
lleva la represión a cambio de unos resultados decepcionantes.
Pero habría más: se desposeería al crimen organizado de su actividad
favorita y más rentable y, con ello, de parte de su capacidad de corromper
voluntades públicas y privadas y de infiltrarse en la economía lícita; se
podría prescindir de la excepcionalidad legal hoy imperante en la
persecución y represión del tráfico de drogas que, en ocasiones, nos
coloca en los límites de lo que el Estado de derecho es capaz de soportar;
desaparecería el pretexto según el cual, la lucha eficaz contra el
narcotráfico justifica la intervención de Estados Unidos en asuntos de
otros países castigados por este azote.
Y hablando de Estados Unidos conviene echar la vista al pasado y recordar
algunos datos: 1º) Que hubo otra situación previa a la prohibición, en la
que el consumo de drogas -muy extendido en aquel país en el siglo XIX- no
se consideraba un problema de salud pública. 2º) Que alguno de los
“problemas de la droga” son hijos de la prohibición. 3º) Que la
prohibición se ha desarrollado en los más variados escenarios y ha
afectado a casi todo, más allá del ámbito de la salud pública. Basta
recordar que la fiscalización internacional se impone al mundo colándola
como un polizón en el Tratado de Versalles; que Estados Unidos ha
condicionado su ayuda exterior a que los países destinatarios obtuviesen
resultados satisfactorios en la lucha contra la droga; que el narco Pablo
Escobar ofreció el dinero de la droga para pagar la deuda externa de
Colombia a cambio de un compromiso de no extradición; y que hasta la
fórmula originaria de la Coca-Cola hubo de modificarse para sustituir la
cocaína por cafeína. 4º) Que la cruzada planetaria que Estados Unidos
desata a principios del siglo XX no fue motivada por razones de “salud
pública”. Hubo motivos racistas contra los negros del Sur y contra la mano
de obra china; motivos económicos en la guerra de médicos, farmacéuticos,
productores y curanderos por tener la exclusiva en la dispensación de
drogas; motivos políticos en la pugna entre China y Filipinas por el
monopolio del opio y, también motivos políticos, en el hallazgo de uno de
los pretextos -otros han sido la amenaza comunista y el terrorismo
islámico- para legitimar el intervencionismo de la gran potencia en la
andadura de otros países.
Por otro lado, hay que señalar que lo que más contribuye a reavivar el
debate, inclinando cada vez a más personas hacia la opción
despenalizadora, son los propios excesos, innecesarios e injustificables,
del prohibicionismo.
Me refiero a un par de cuestiones como meros ejemplos.
Primera: hay países que castigan como delito el autoconsumo de drogas, a
pesar de que ello no es obligado -aunque si vivamente recomendado- por las
Convenciones de Naciones Unidas que diseñan e imponen el sistema represivo
mundial. No es el caso de España, donde nunca fue delito el consumo y
donde no se duda que tal acto entra en una esfera de la libertad personal
inaccesible para el Derecho Penal. Recientemente, en Argentina se ha
declarado la inconstitucionalidad del delito de tenencia de drogas para el
autoconsumo; en México se ha despenalizado esa misma conducta y en Brasil
se ha producido una cierta despenalización al sustituirse la cárcel por
tratamientos y medidas educativas. Pero siguen existiendo países que
castigan la posesión y el autoconsumo.
Segunda: son inadmisibles algunas de las afirmaciones que la JIFE (Junta
Internacional de Fiscalización de Estupefacientes de Naciones Unidas) hace
en sus informes anuales de evaluación de los esfuerzos antidroga de los
distintos países. Así, en el informe de 2010 se muestra preocupación por
las decisiones de Argentina, México y Brasil a las que me acabo de
referir, lo que se interpreta desde estos países, con razón, como
injerencia en asuntos internos. En 2009 se rechazó que la Constitución de
Bolivia declarase patrimonio cultural la masticación de la hoja de coca,
lo que supone ignorar o despreciar el sentido que tal práctica tiene. Y
así más: desagrado porque España no castiga el consumo; críticas porque
Suiza permita las salas de inhalación; denuncia de los tratamientos con
heroína médicamente prescrita en Holanda, etcétera.
Los excesos y los fracasos del prohibicionismo acabarán siendo el mejor
argumento de las tesis liberalizadoras.
He de reconocer que cuando se trabaja dentro del sistema represivo es
fácil dejarse seducir por sus “éxitos”, pero estos son muy parciales y
cuando se mira el conjunto, entonces vence la decepción, al contemplar un
instrumento salvaje e ineficaz que no es la “solución” sino, más bien, una
parte importante del problema.
Lanzarse a cualquier opción despenalizadora da vértigo, desmontar la
prohibición no será fácil, pero el mantenimiento del actual
prohibicionismo planetario es una locura.
* Araceli Manjón-Cabeza Olmeda es profesora titular de Derecho Penal de la
Universidad Complutense de Madrid. Ex magistrada suplente de la Sala de lo
Penal de la Audiencia Nacional y ex directora general del Plan Nacional
sobre Drogas.