Propuesta para un marco legal de cultivo y consumo de cannabis
por Martín Barriuso presidente de la FAC (Federación de Asociaciones Cannábicas) y de la asociacion de cultivadores PANNAGH.
El texto completo esta debajo del artículo.
¿Y mientras tanto, qué?
En los límites de la legalidad
Tras haber propuesto un modelo más o menos “ideal” para regular la
producción y el comercio del cannabis, llega el momento de volver a pisar
tierra. El escenario que acabo de plantear es muy bonito, sí, pero
también muy lejano, por mucho que hablemos de propuestas
perfectamente posibles y creo que razonables. Vivimos en un mundo
donde la prohibición de drogas campa a sus anchas y es poco probable
que a corto o medio plazo veamos los profundos cambios legales que
serían necesarios para que esa propuesta pueda llevarse a la práctica.
Así que parece obligado plantear alguna vía intermedia, una propuesta
de transición que nos permita avanzar un trecho sin necesidad de poner
patas arriba las convenciones de la ONU sobre drogas.
El estado español lleva 40 años de legislación prohibicionista,
concretamente desde la ratificación, el 3 de septiembre de 1966, de la
Convención Única de Estupefacientes de 1961 y la consecuente
aprobación de la Ley 17/1967 sobre Estupefacientes. A partir de
entonces, las cosas empezaron a ponerse difíciles por aquí, igual que en
el resto del mundo. Pero a diferencia de otros países, donde la mera
tenencia y consumo de cualquier sustancia ilícita se castiga con penas de
cárcel, el Tribunal Supremo español ya decidió, allá por 1974, que el
simple consumo y, por tanto, la tenencia destinada a dicho uso, no
debían castigarse por vía penal. Y a partir de ahí, las sucesivas
sentencias del Supremo en materia de drogas han venido ratificando
mayoritariamente aquel criterio inicial. En coherencia con aquella
despenalización inicial del consumo y de la tenencia no destinada al
tráfico, el Supremo ha decidido también que el llamado consumo
compartido o autoconsumo colectivo no es un delito y que tampoco lo es
el hecho de proporcionar una droga a alguien adicto a la misma si se
hace con fines compasivos, como el de aliviar su síndrome de
abstinencia.
Ahora bien, una cosa es consumir una sustancia y otra obtenerla. En el
caso de drogas como heroína o cocaína, que son a las que se refieren la
mayoría de sentencias del Supremo sobre consumo compartido o
donación altruista, lo normal es comprarlas en el mercado negro. En el
caso del cáñamo, como bien sabemos, tenemos también la opción de
cultivarla por nuestra cuenta y consumirla luego sin apenas manipulación.
Si sumamos el hecho de que, en el caso del cultivo en exterior, lo normal
es realizar una sola cosecha al año y, por tanto, es necesario hacer
acopio para doce meses, la jurisprudencia sobre otras sustancias resulta
poco adecuada para el cáñamo. Por ello, dado que hay pocas sentencias
de este tipo referidas al cannabis, en ocasiones se da una cierta
confusión acerca de las condiciones en las que el autocultivo y el
consumo compartido de la planta pueden caber dentro de la ley, con
sentencias a veces contradictorias o poco claras. Sin embargo, aunque el
cultivo de cannabis -igual que su distribución- está en principio prohibido,
en la actualidad los tribunales españoles muestran una tendencia casi
unánime a sobreseer o absolver en los casos de cultivo individual
(siempre que el número de plantas se mantenga dentro de los límites de
lo razonable), tendencia también muy mayoritaria en las más conflictivas
plantaciones colectivas.
A este respecto, hace ya varios años que Juan Muñoz y Susana Soto, a
petición del Comisionado para la Droga de la Junta de Andalucía,
elaboraron un informe en el que, tras analizar exhaustivamente la
jurisprudencia sobre el cannabis y otras sustancias ilícitas, establecían
una serie de criterios conforme a los cuales sería posible poner en
marcha establecimientos en los que se podría obtener cannabis con fines
tanto lúdicos como terapéuticos respetando el marco legal actual. La
principal conclusión a la que llegaban en su estudio (de hecho, la
tentativa más seria llevada a cabo hasta ahora para analizar el panorama
legal en esta cuestión) era la siguiente: “Esta iniciativa sólo tendría cabida
en nuestro ordenamiento jurídico si se configura como un proyecto
referido a la creación de centros no abiertos a un público indiscriminado,
sino de acceso restringido a fumadores de hachís o marijuana, en los
que se exigiría como medida de control del acceso el tener la condición
de consumidor habitual. Se trataría, por tanto, de lugares de consumo
privado entre consumidores habituales en los que se podría adquirir y
consumir cantidades que no sobrepasen el límite de un consumo normal.
No estaría permitido el tráfico de cannabis entre los consumidores y la
cantidad de cannabis adquirida debería ser consumida en el recinto”.
Los clubes de consumidores
El informe jurídico de Muñoz y Soto supuso un empujón para algunos
colectivos de usuarios/as de cannabis que buscaban la manera de
desarrollar sus actividades dentro del marco legal. Para cuando se dio a
conocer el informe -en 1999, aunque no se publicó hasta 2001- ya había
habido dos experiencias de cultivo colectivo de carácter asociativo, la
experiencia de ARSEC en 1994 y la de Kalamudia en 1997. Aunque la
segunda se recolectó sin problemas tras archivarse en firme las
diligencias previas abiertas por el juzgado de instrucción correspondiente,
el caso de ARSEC terminó en condena pocos meses después, merced a
la sentencia del Tribunal Supremo de 17 de noviembre de 1997.
La sentencia contra ARSEC provocó un parón en las experiencias de
cultivo colectivo, pero Kalamudia volvió a llevar a cabo otros dos cultivos –
con amplia publicidad en los medios de comunicación vascos- en 1999 y
2000, que ni siquiera provocaron apertura de diligencias previas por
parte de ningún juzgado. Fue entonces cuando tuvimos conocimiento del
informe de Muñoz y Soto y el mismo dio lugar a un nuevo salto
cualitativo: La creación de asociaciones de usuarios (hasta entonces casi
todas las asociaciones cannábicas se autodenominaban “de estudio del
cannabis”), más conocidas como clubes de consumidores. Dichas
asociaciones desarrollan sus actividades tomando como referencia el
informe de Muñoz y Soto y las experiencias previas sobre autocultivo
colectivo.
El primero en hacer su aparición fue el Club de Catadores de Cannabis
de Barcelona (CCCB), en 2001, si bien hasta el momento no ha llevado a
cabo, que sepamos, ninguna iniciativa de cultivo destinado a sus
socios/as. Una vez más, la puesta en práctica de la idea tendría lugar en
Euskadi, donde a partir de 2002 aparecieron varias asociaciones de las
mismas características, hasta un máximo de cinco: En Bizkaia, Bangh y
Pannagh; en Gipuzkoa, Ganjazz y Paotxa; y en Álava, Amalurra, disuelta
en 2005. Todas estas asociaciones han llevado o llevan a cabo cultivos
colectivos asociativos.
Como su nombre indica, las asociaciones de usuarios/as de cannabis
están formadas por personas que consumen cannabis. Este es un
requisito imprescindible para adquirir la condición de socio/a. En algunos
casos, como hacemos en Pannagh, también se admite a personas que
sufren enfermedades para las que el uso de cannabis está indicado, ya
que entendemos que, además de hallarse en lo que en derecho se llama
“estado de necesidad”, en este caso no hay riesgo para la salud pública,
más bien lo contrario ya que hablamos de un uso medicinal con sólido
fundamento científico, algo que también se refleja en el informe andaluz.
Para entrar a la asociación exigimos una declaración en la que se
reconoce la condición de persona usuaria, firmada por quien desea
acceder a la asociación y avalada por otra persona que ya tenga la
condición de miembro de la entidad. Todo ello a fin de evitar que la
asociación se abra indiscriminadamente al público en general y reducir el
riesgo de transmisión a terceras personas. Por supuesto, se exige la
mayoría de edad para poder acceder, a fin de evitar el riesgo de que
nuestra marihuana llegue a manos de menores.
En cuanto al funcionamiento de la actividad de cultivo asociativo, hemos
tenido en cuenta también nuestras experiencias previas, especialmente
la primera plantación de Kalamudia, en la que se consideró que no había
delito a pesar de no tratarse cantidades mínimas para el consumo
inmediato ni existir local cerrado para su consumo. Así que la asociación
arrienda un terreno a su nombre y allí cultiva para los socios y socias que
lo deseen, en función de sus respectivas previsiones de consumo, para
evitar que exista sobreproducción. Se suman los gastos generados por la
plantación (alquileres, semillas, abonos, tratamientos, equipos, viajes,
dietas, etc.) y se dividen por el total de la cosecha, de manera que la
cuota a pagar por cada participante (calculada en euros/gramo) cubra los
gastos de forma proporcional al consumo de cada cual.
A los usuarios
terapéuticos se les reduce la cuota en un 25%. Tanto los gastos como los
ingresos se efectúan a través de cuenta bancaria y tarjetas de crédito a
nombre de la asociación, a fin de facilitar la transparencia y la
fiscalización del gasto. Además, para evitar que alguien pueda destinar
una parte de su hierba a la venta, tenemos establecido un máximo anual
de 350 gr./persona, que solo se puede superar excepcionalmente, a
petición del interesado y explicando los motivos.
Otra cuestión importante –y aún por resolver- es la del transporte. En el
caso de asociaciones que llevan a cabo cultivos de interior con luz
artificial, resulta posible emplazar en un mismo local la zona de
producción y el área destinada al consumo. Sin embargo, este sistema
resulta caro y exige una gran cantidad de espacio y energía, por lo que, a
partir de un cierto número de socios/as, esta solución comienza a ser
menos viable. Lo razonable, desde un punto de vista económico y
ecológico, es cultivar en exterior. Pero este sistema implica trasladar
marihuana, a veces en cantidades importantes, desde un lugar a otro, lo
cual contraviene lo dispuesto en la Ley de Seguridad Ciudadana. Aún
cuando el transporte se hiciera en cantidades poco importantes (por
debajo de los 625 gr. en los que actualmente comienza la “presunción de
transmisión a terceros” en el caso de la marihuana), de forma que
pudiera declararse como destinada al uso personal, en todo caso habría
riesgo de sanción y, sobre todo, de incautación. Por tanto, la reforma de
dicha Ley sería una de las condiciones necesarias para dar un mínimo de
seguridad a las actividades de cultivo colectivo. Es más, lo deseable sería
una regulación ad hoc que solventara expresamente los problemas del
transporte y el almacenamiento, que sería también ilícito conforme a la
Ley 17/1967. .
Un modelo con muchas ventajas
A nuestro parecer, este tipo de plantaciones colectivas asociativas encaja
perfectamente en la legalidad vigente, sin necesidad de reforma legal
alguna, ya que el autocultivo colectivo no solo está muy extendido, sino
que es generalmente impune. Además, permite que personas que, bien
sea por falta de medios o de tiempo o por problemas de salud, no
pueden cultivar por su cuenta deleguen en la asociación las tareas
agrícolas y puedan así evitar tener que recurrir al mercado negro. Si se
generalizara nuestro modelo, se reduciría sustancialmente la cantidad de
dinero que absorbe dicho mercado, disminuirían los recursos públicos
actualmente utilizados en tareas represivas y se incrementaría la
recaudación de impuestos por parte del estado, ya que la mayor parte
del dinero que el usuario gasta actualmente en comprar marihuana o
hachís en el mercado ilícito se derivaría a otros conceptos actualmente
gravados mediante IVA (material agrícola, peajes, arrendamientos,
electricidad) e incluso impuestos especiales (como la gasolina, cuando el
cultivo implica desplazamientos). Además de ello, las personas asociadas
se beneficiarían de una previsible reducción en el coste económico que
les supone el consumo.
Por otra parte, también se podría generar un buen número de puestos de
trabajo, ya que, si bien algunos cultivos pueden ser atendidos de forma
mancomunada entre los propios participantes, otros podrían ser
gestionados por personas contratadas por la asociación (jardineros,
vigilantes, administrativos, etc.), con la consiguiente recaudación de IRPF
y seguros sociales. En opinión de varios juristas a los que hemos
consultado, el hecho de que las asociaciones dispongan de empleados
encargados del cuidado y custodia del cultivo no contradice la naturaleza
no comercial y privada del mismo. En efecto, no existe venta porque el
empleado de la asociación no es propietario de las plantas sino que se
limita a cuidar una propiedad de los socios. Y tampoco hay lucro –es
decir, ganancia ilimitada-, sino prestación de servicios a cambio de la cual
se recibe una remuneración fija en función, no del volumen de la
cosecha, sino del trabajo que se realiza para el grupo.
Aunque, seguramente, la mayor ventaja de este sistema es su aportación
a la reducción de riesgos y daños asociados con el consumo. Se acabó la
incertidumbre acerca de la calidad y posible adulteración del producto
adquirido en el mercado negro. En un sistema de producción en circuito
cerrado, el socio o socia conoce la calidad de lo que consume, a qué
variedad pertenece, cómo ha sido cultivado, etc. Además, la asociación
puede servir como punto de asesoramiento e intercambio de información,
ayudando a generar una nueva cultura de uso, algo que, como ya hemos
comentado, resulta fundamental para una verdadera normalización.
¿Con o sin impuestos?
Jaime Prats, uno de los fundadores del CCCB, ya propuso hace algún
tiempo implantar el modelo de clubes de consumidores para normalizar
parcialmente el mercado, propuesta que Cáñamo ha retomado
recientemente. Aunque la propuesta está poco desarrollada, comparto
gran parte de lo que se plantea en ambos textos, si bien hay un par de
cuestiones en las que discrepo de ellos. Por un lado, en las cantidades
que se proponen como referencia. Establecer un consumo máximo anual
de 10-12 kg./persona me parece exagerado y puede abrir la puerta a
abusos y mercados paralelos.
Pero aún estoy menos de acuerdo en la cuestión de los impuestos.
Según el planteamiento de Prats, las plantaciones individuales estarían
exentas de impuestos, pero las colectivas pagarían un impuesto especial
en función de la producción, al que se sumaría, en el caso de los clubes,
un impuesto más por la venta al detalle. Aparte de la contradicción que
supone hablar de venta al detalle dentro de un modelo supuestamente
no comercial, pagar impuestos por una actividad privada y no lucrativa
supone un agravio comparativo. Si no hay venta y todo queda en casa,
¿porqué vamos a tener que tributar? ¿Acaso paga impuestos el que
produce vino para casa o destila aguardiente para regalar a los amigos?
Además, al no haber venta, no se recauda IVA y no hay que hacer
declaración de este impuesto, por lo que tampoco se recupera el IVA
pagado al comprar productos o servicios para la asociación, que de esta
forma se convierte en contribuyente neta. Así que no hay justificación
para sumar aún más impuestos. Mientras no se nos permita funcionar
con normalidad no hay razón para pagar impuestos normales.
El marco legal internacional
Tras la operación policial del pasado mes de octubre contra la plantación
colectiva de nuestra asociación, Pannagh, el eurodiputado italiano Giusto
Catania presentó una pregunta escrita a la Comisión Europea acerca de
nuestra detención. En su pregunta, Catania pedía que se aclarara la
cuestión del autocultivo en el estado español. En resumen, lo que
planteaba el diputado era lo siguiente: Si la legislación española permite
que se legalice una asociación de personas usuarias de cannabis, y si
existe la posibilidad de cultivar dicha planta, siempre que se haga sin
fines comerciales, ¿porqué luego se interviene por vía penal contra una
asociación legalmente constituida que cultiva para su propio uso? ¿No es
una incoherencia que atenta contra el principio de seguridad jurídica y el
derecho de asociación?
La respuesta de la Comisión a Catania es muy clara: A la Unión Europea
no le corresponde la regulación de las conductas relacionadas con la
tenencia y el consumo. Para lo que tenga que ver con el tráfico ilícito, los
estados miembros, en tanto que firmantes de las convenciones de las
Naciones Unidas sobre drogas, deben remitirse a las mismas y perseguir
en su legislación lo que tenga que ver con la distribución comercial de
drogas ilícitas. En efecto, conforme a una Decisión Marco de la Unión
Europea, “los Estados miembros garantizarán que el cultivo de la planta
de cannabis, cuando se efectúe sin derecho, sea punible”. Pero esta
obligación desaparece en el caso del autocultivo, ya que, como dice
textualmente el comisario Frattini en nombre de la Comisión, “el artículo
2.2 excluye del alcance de la Decisión Marco del Consejo el cultivo de
cannabis para consumo personal, al estar definido por las leyes
nacionales”.
Una regulación propia es posible
La conclusión que podemos extraer de la respuesta de la Comisión
Europea a Catania es que tanto la legislación de la ONU como la de la
Unión Europea permiten que un estado tolere el cultivo de cannabis
cuando esté destinado al uso personal y no a su distribución con fines de
lucro. Por lo tanto, es perfectamente posible que el estado español
elabore una regulación administrativa propia en la que se establezcan las
condiciones en que se puede llevar a cabo la producción individual o
colectiva de cannabis, sin vulnerar con ello la legislación internacional.
Dicha regulación permitiría acabar con la actual inseguridad jurídica en
torno al autocultivo de cannabis.
En dicha regulación debería establecerse de una vez cuál es el número
máximo de plantas -o superficie equivalente, según sea cultivo interior o
exterior- que una persona puede cultivar para su propio consumo
individual. En cuanto a los cultivos colectivos, durante este período de
transición (ya que lo deseable sería llegar a una verdadera normalización
legal según un modelo similar al que expuse en el anterior número), el
modelo de referencia sería el de los clubes de consumidores, que tiene
varias ventajas frente a los coffee-shops holandeses. Por una parte,
porque lo único que permite es el cultivo (individual o colectivo) destinado
al propio uso, en el ámbito privado y sin fines comerciales, de manera
que la regulación se mantiene dentro de los límites de las competencias
reservadas a los estados, es decir, en el terreno del consumo personal,
sin colisionar con los tratados internacionales como sucede en el caso de
Holanda.
Además, al tratarse de entidades privadas y no haber venta
libre al público, se evita el llamado “turismo cannábico”, que provoca
auténticas peregrinaciones en masa a Ámsterdam y otras ciudades
holandesas y que tantos roces ha provocado entre el gobierno holandés
y los de los países vecinos. Por otra parte, los clubes ya tienen entidad
legal en España, existiendo asociaciones de este tipo inscritas en el
registro de asociaciones de varias comunidades autónomas, al menos en
un caso como consecuencia de una sentencia judicial que hizo posible su
inscripción. De este modo, se daría seguridad jurídica a entidades que se
esfuerzan por operar dentro de la legalidad, se ofrecería una alternativa
segura frente al mercado ilegal y se permitiría que muchas de ellas
crearan puestos de trabajo.
En definitiva, el modelo de clubes de consumidores/as permite, sin
necesidad de cambios legales, dar un paso importante hacia la
normalización, ayudando a poner en práctica el que en mi opinión
debería ser el fin último de las políticas sobre cannabis: Asegurar a las
personas que lo necesiten o deseen, el acceso a cannabis de calidad y a
la información necesaria para un uso razonablemente seguro, mediante
regulaciones e intervenciones dirigidas a maximizar los beneficios y
reducir al mínimo posible los riesgos y daños asociados con el uso de
dicha planta.