BOLETIN ENCOD SOBRE POLITICAS DE DROGAS EN EUROPA
NR. 57 NOVIEMBRE DE 2009
DETRÁS DE LOS MUROS DE LA PROHIBICIÓN
Las prisiones son la vergüenza de las sociedades democráticas modernas. Las instancias implicadas saben que las cárceles no sirven para lo debería ser su objetivo, la reeducación y reinserción social de la persona presa, sino para almacenar los conflictos provocados por un modelo social desigual, injusto y excluyente.
En la práctica, las prisiones se utilizan para enterrar en vida a personas en situación de exclusión social. La mayoría de la población reclusa procede de entornos más difíciles de la sociedad, siendo personas que delinquen a causa de su adicción. La mayoría cumple condena por pequeños robos y hurtos, mientras que otra parte lo hace por delitos contra la salud pública (fundamentalmente, “menudeo” de drogas ilegalizadas). En el caso de las mujeres presas, la mayoría está en prisión por delitos contra la salud pública. Estos delitos son versiones artesanales de las estafas en masa o del tráfico de droga a gran escala, sin embargo, la Justicia les tiene destinadas penas desproporcionadas.
Es muy frecuente que las personas con problemas de drogodependencias sean sentenciadas a condenas largas, muchas veces basado en el hecho de que son considerados “reincidentes”, lo que se convierte en un obstáculo para acceder a medidas alternativas a la prisión.
Las cárceles son espacios destructivos para una población reclusa con un acusado perfil de vulnerabilidad. De hecho, la incidencia de enfermedades graves en la población penitenciaria es desproporcionada en relación a la población general. Por ejemplo, respecto a la Hepatitis C, diversos estudios españoles muestran una prevalencia situada en torno al 38%, mientras que este porcentaje en la población general se sitúa en el 2’6%.
Asimismo, es alarmante la incidencia cada vez mayor de problemas de salud mental en el medio penitenciario. Las personas presas tienen una probabilidad de 2 a 4 veces mayor que la población general de padecer un trastorno psicótico y una depresión.
La prisión no es un espacio apropiado para que una persona con problemas de drogodependencias realice un proceso de incorporación social y supere su adicción. Hasta las condiciones sanitarias normales son peores dentro de una prisión que fuera de ella. El personal sanitario de las prisiones no está preparado para tratar enfermedades infecciosas ni problemas mentales. Por un lado, el tratamiento de especialistas externos en hospitales resulta ser difícil, y tampoco se promueve la presencia ambulatoria de especialistas en las prisiones, a pesar de que está contemplada en numerosas normativas.
Otra realidad preocupante es la recogida año tras año en los Informes sobre la Tortura presentados por la Coordinadora para la Prevención de la Tortura. Según este informe, un mínimo de 579 personas sufrieron torturas y/o malos tratos durante el año 2008 en todo el Estado español, una parte de ellas bajo custodia de funcionarios de prisiones.
Esta situación de desamparo llega en ocasiones a situaciones extremas, acumulando la prisión entre sus muros más de 1.000 muertes entre los años 2004 y 2008 tan sólo en el Estado español. Gran parte de estas muertes está relacionada con el consumo clandestino de drogas dentro de prisión, por la mezcla de varias sustancias, y con el SIDA. También es alarmante la alta tasa de suicidio entre las personas presas, 10 veces superior a la de la población general.
Es necesaria la integración de la sanidad penitenciaria en los servicios públicos de salud, adoptando todas las medidas necesarias para que las personas presas reciban una atención médica y terapéutica en condiciones de igualdad con el resto de la ciudadanía, garantizando su acceso a especialistas. Y se debe frenar el endurecimiento legislativo y avanzar hacia una Justicia menos punitiva y más resocializadora, a través de una mayor aplicación de medidas alternativas a la prisión y la apuesta por la Mediación Penal.
Las mafias son más poderosas que nunca, mientras que el peso de la ley apenas roza al mercado ilegal de las drogas, pero sus zarpazos afectan casi de forma exclusiva a las personas más débiles en la cadena del tráfico de drogas y a las personas consumidoras de drogas que son criminalizadas y estigmatizadas. Al final, sólo estamos escondiendo una realidad y provocando problemas añadidos al consumo.
Cambiar las bases de la actual política de drogas, abrir nuevos caminos a la regulación y control de las sustancias ahora ilegalizadas, servirá, por un lado, para reducir los daños actuales ligados al prohibicionismo. Y, por otro lado, para que la intervención en drogodependencias se guíe por las necesidades de las personas afectadas y no por las limitaciones e imposiciones de la política prohibicionista.