Observando los resultados de la guerra contra el opio
Martin Jelsma y Tom Kramer
1 junio 2007
Fuente: TNI Programa Drogas y Democracia
Martin Jelsma y Tom Kramer, miembros del programa de Drogas del TNI,
viajaron por Afganistán el pasado mes de abril para observar la situación
del opio y el impacto de la nueva orientación de la política de drogas
implementada en ese país. En este reportaje los autores narran sus
impresiones de la realidad afgana y los últimos desarrollos del combate al opio.
“Tenemos que ayudar a los campesinos pobres”, dice furioso Mohammed
Ibrahim. “No se les puede erradicar los cultivos de opio hasta que no haya alternativas para ellos”. Ibrahim trabaja para Afghan Aid, una
organización humanitaria con presencia en la provincia de Badakshan desde hace 15 años. Afganistán es el principal productor de opio en el mundo, responsable del 90 por ciento de la producción mundial. En 2006, la cosecha alcanzó un nuevo récord de 6.000 toneladas, que según los
pronósticos será nuevamente superado en 2007. Las fuertes presiones al gobierno afgano han desembocado en una política más represiva y
controvertida que incluye ahora la erradicación de los campos de opio.
Salimos de Kabul en una 4×4 en dirección norte. La carretera asciende por la montaña. Vemos el paso de Salang cubierto de nieve, y cruzamos el túnel que construyeron los rusos. Por la noche llegamos a la ciudad de Kunduz, en donde el ambiente es más cordial que en el sur del país. Nuestros anfitriones alemanes de los PRT (Provincial Reconstruction Teams) Equipos de Reconstrucción Provincial, dicen que Kunduz es el lugar más agradable y seguro de Afganistán.
Al día siguiente salimos rumbo a Faizabad, en el este, la capital de la
provincia de Badakshan. Muy pronto se acaba la carretera asfaltada, y el
resto del viaje, que dura diez horas, lo hacemos por un camino destapado lleno de huecos. Desde el camino el paisaje es de nuevo impresionante. Crestas de montañas áridas en las que a veces se divisa un pastor con un rebaño de ovejas y cabras. Valles verdes con pueblos de casitas de adobe en donde se ve a los campesinos arando los campos. Muchas veces tuvimos que detenernos por fallas mecánicas causadas por los montones de agujeros y el desnivel de la carretera. “La carretera está bien mala” le decimos al chófer. “¡Esta no es una carretera!”, nos contesta. Es la primera vez que va a Badakshan, nos dice, y jura que será la última, él prefiere ir al sur. Cuando llegamos a Faizabad ya está oscuro.
Badakshan
Las montañas que se ven a lo lejos son las estribaciones del Himalaya. La región es inhóspita, y la provincia no cuenta con vías asfaltadas. La ruta por la que acabamos de llegar fue construida hace sólo tres años, y antes de eso sólo se llegaba en burro. No es causal que ésta sea una de las pocas regiones en las que la Alianza del Norte ha controlado la entrada de los talibanes. La población del nordeste de Afganistán es tayiko, el talibán es un movimiento principalmente pashtún, localizado en el sur y el este del país.
De las 165.000 hectáreas de opio cultivadas en Afganistán en 2006, 13.000 se econtraban en Badakshan, haciendo de ésta la segunda provincia de mayor producción en el país. Desde hace años se viene cultivando opio, pero durante el período talibán se incrementó enormemente la producción en esta provincia. Durante esos años estuvieron cerradas las fronteras con las provincias vecinas que estaban bajo control talibán, así como la fontera con Pakistán que apoyaba a los talibanes, habiendo quedado la población bloqueada para trabajar o vender sus productos agrícolas en esas regiones.
“La principal causa del cultivo de opio es la mala situación económica”
dice Mohammed Ibrahim. Badakshan tiene una alta densidad demográfica y la mayoría de los campesinos no posee tierra. No hay suficiente trabajo, por eso la gente emigra a otras provincias, a Pakistán o a Irán. Cuando se constató que la producción de opio había aumentado notoriamente, se produjo una enorme presión para que se buscara prontamente una solución.
Fue entonces cuando el presidente Karzai anunció una yihad contra el opio, y el gobierno comenzó a erradicar los campos, lo que generó la furia de los campesinos pobres.
“Muchos campesinos no tienen tierra propia, entonces tiene que alquilarla” dice Mohammed Ibrahim. Para realizar un cultivo hay que hacer una gran inversión, contratar trabajadores para ayudar con el desmalezamiento y la cosecha. Si le destruyen las plantas, de todos modos el propietario del cultivo debe responder por los gastos”. Además, los comerciantes de opio les dan crédito a los campesinos sobre la próxima cosecha. El precio de un kilo de opio en el mercado de Faizabad es de unos 100 dólares. Un campesino a quien alguien le ha dado crédito, recibe sólo la mitad. Y si le erradican el campo, en cualquier caso tiene que responderle por la deuda al comerciante.
Campesinos del opio
Al día siguiente vamos con Ibrahim a Argu, un pueblecito en donde Afghan
Aid tiene una pequeña oficina local. Ahí hablamos con campesinos de
diferentes pueblos de los alrededores. Hombres solamente. No vimos una
sola mujer en el pueblo. Nos sentamos en el suelo, sobre tapetes y cojines
recostados contra la pared, y nos ofrecieron té. Al principio el ambiente
estaba un poco tenso. Ibrahim nos había dicho claramente que no
comenzáramos a hablar de opio sino que esperáramos a que ellos lo
hicieran. Los campesinos tienen miedo de que el gobierno les destruya los
campos y temen que nosotros podamos transmitirle información.
Comenzamos hablando entonces largamente sobre la situación de los pueblos.
El más anciano del grupo, de barba blanca y turbante, fue el primero que
habló. Es el que posee más tierra, pero también más bocas que alimentar.
En Afganistán la familia extensa vive junta en un terreno amurallado al
que nadie exterior a éste tiene acceso sin permiso. “Nuestro principal
problema es la falta de suministro de agua y la sequía de los últimos
años” dijo. “Además es difícil conseguir semilla y abonos. Cuestan mucho”.
Los otros campesinos asienten con la cabeza. “Hay una fuente arriba en la
montaña, pero no hay sistema para transportar el agua a los campos”, dijo
un campesino más joven.
Después de una media hora el ambiente se ha relajado. Los campesinos
parecían convencidos de que no éramos espías del gobierno. “Mi tierra
depende de la lluvia y no produce suficiente para alimentar a mi familia”,
dice un campesino de unos 50 años. “Con irrigación no tendría ese
problema. Para compensar tenemos que vender productos animales y opio”. El
más viejo vuelve a tomar la palabra: “Si destruyen nuestro opio no
tendremos medios de vivir aquí. Queremos saber lo que está haciendo el
gobierno por nosotros. Ellos reciben montones de dinero y lo único que
hacen es venir aquí a destruir nuestro opio”.
Los campesinos se notaban furiosos. El ambiente se puso de nuevo tenso por
un momento. “No podemos parar. Si el gobierno nos da alternativas no
cultivamos opio. Somos muy pobres y no tenemos suficiente dinero para
comer, vestirnos y comprar medicinas. El gobierno no nos da
compensaciones. El año pasado vinieron y destruyeron la mitad de los
campos. Nosotros corrimos a escondernos en las montañas”.
Les preguntamos a los campesinos qué mensaje querrían mandarle a la
comunidad internacional. “Que no destruyan nuestros campos con violencia.
Tenemos muchos problemas y ninguna alternativa. Si el gobierno o los
extranjeros vienen aquí, tienen que hablar con nosotros, escuchar nuestros
problemas y tratar de solucionárnoslos. Entonces dejaremos de cultivar
opio. Si destruyen nuestra cosecha no tendremos como pagar la alimentación
de nuestras familias y animales.
El gobernador
Al día siguiente nos entrevistamos con el gobernador de Badakhshan, Munshi
Abdul Majid, un hombre alto con una barba larga y gris pero sin bigote.
Estaba sentado tras un enorme escritorio sobre el cual, a ambos lados,
había dos grands floreros con flores plásticas. El presidente Karzai les
pasó la responsabilidad de la producción de opio a los gobernantes
provinciales. “Por nuestra acción se logrará disminuir la producción de
opio en un 40 por ciento, de 13.000 hectáreas en 2006 a 9.000 este año”
dice el gobernador.
En la práctica el poder de un gobernador es limitado. El gobernador
depende de las élites locales y en algunos distritos no tiene nada que
decir, teniendo a menudo que negociar la destrucción de los campos. Con
algunos pueblos se acuerda de antemano la destrucción del 30 por ciento de
la cosecha. Los campesinos pueden determinar cuáles serán los campos
destruidos –sin duda los peores- y comparten los perjuicios. La corrupción
no está exenta de todo este proceso. Los campesinos se quejan de que, en
algunos casos, las autoridades locales encargadas de aplicar esta política
también están involucradas en el comercio de opio.
Los ingleses, que son los responsables de las políticas de drogas que se
aplican en Afganistán, han hecho mapas socio-económicos especiales en
donde se señalan las regiones en las que se hará erradicación. En éstas,
los campesinos tendrían otras posibilidades de ingreso. En la práctica son
pocos los resultados. Según Mohammed Ibrahim, la erradicación afecta a los
más pobres, quienes “… sufren todos los problemas y no pueden protestar
porque no tienen ningún poder”.
Le decimos al gobernador Munshi que los campesinos con los que hemos
hablado no están de acuerdo con la política del gobierno. “El gobierno me
ha dado una enorme responsabilidad y pocos medios para apoyar a la gente”
dice Munshi. “Me dan pena. Presiono a los campesinos para que no sigan
cultivando opio pero lo hago con las manos vacías”. El dilema es grande.
Si actúa muy duro pierde el apoyo del pueblo, pero si no lo hace lo
destituyen o le envían desde Kabul a la Fuerza de Erradicación Afgana, una
unidad entrenada por Estados Unidos que hace expediciones de castigo. Esto
es algo que hay que evitar a cualquier costo. El año pasado estuvieron una
vez y la visita produjo varios muertos. Este año no quiere verlos en la
provincia, pero para eso tiene que poner a su propia policía a actuar.
La sala de espera del gobernador está llena de gente. Le preguntamos
finalmente cuál sería su mensaje a la comunidad internacional. “Para
reducir el cultivo de opio se necesitan urgentemente tres cosas. Primero,
dar a conocer a la opinión pública las desastrosas consecuencias del opio
aclarando que es prohibido. Después tenemos que montar proyectos de
desarrollo y crear trabajo para la gente. Finalmente, tenemos que
reconstruir la infraestructura, la educación, el sistema de salud que se
perdió durante la guerra. Esto no podemos hacerlo solos, necesitamos la
ayuda del exterior. Necesitamos carreteras, canales de irrigación,
instalaciones de agua, electricidad”.
Erradicación de cultivos
Para frustración de todos en Badakshan, los fondos de la ayuda
internacional al desarrollo casi no se ven en la provincia. La gente tiene
la idea de que la mayor parte de estos fondos se dirigen al sur, porque se
parte de que el norte es relativamente seguro. “De vez en cuando hay un
ataque con misil a la base alemana que nunca da en el blanco. Es solamente
una advertencia para mostrar quién tiene de verdad el poder aquí” dice Sue
Jordan, una estadounidense que trabaja con el equipo del programa de
eliminación de cultivos de opio (Poppy Elimination Program, PEP) en
Badakshan.
Los equipos del PEP se han montado para apoyar a los gobernadores en su
trabajo contra el opio. Los equipos están conformados por personal local y
consultores internacionales, y se ocupan de campañas públicas
informativas, y el monitoreo de la destrucción de los campos hecha por las
autoridades locales. La gente del PEP distribuye entre otras cosas,
afiches –como los que vimos uno de esos días en el mercado- en los que se
ve un esqueleto que está siendo estrangulado por una planta de opio.
“Fuimos bastante fuertes en el distrito de Jurm en donde destruimos 5.000
hectáreas de opio” dice Sue. “Ahora estamos en el distrito de Baharak.
Diez por ciento de los campesinos son propietarios de la tierra, los otros
son arrendatarios. Para estos últimos la situación es difícil”.
Sue nos invitó a ir a Baharak al día siguiente. Después de un trayecto de
dos horas en un enorme jeep blindado, llegamos al pueblo en donde pudimos
ver que las autoridades locales ya estaban trabajando en la erradicación.
Un tractor recorría el campo de opio bajo la mirada de la autoridad
distrital local y del comandante de policía. Las plantas se siembran en
octubre, antes del invierno, y no alcanzan más de 20 o 30 centímetros de
altura. “Pedí prestado unos 500 dólares para este campo, para poder pagar
el trabajo y el abono” nos dijo Nur, un campesino de unos 45 años y
propietario del campo, que miraba estupefacto lo que sucedía. “Por lo
general puedo pagar el préstamo con opio o con dinero contante, pero esta
vez no sé lo que voy a hacer. Ya es muy tarde en la temporada para
comenzar a cultivar otra cosa”.
“No deberíamos ir así no más a destruir esos campos” dice Sue, “sino que
se debería hacer junto con un programa de ayuda”. “Hay una relación entre
la pobreza… y la necesidad de cultivar opio. Esta es la gente afectada.
No llegamos a los campesinos que tienen más tierras ni a los
comerciantes”. Sue nunca ha visto los mapas de los ingleses.
Regreso a Kabul
Para ganar tiempo decidimos regresar a Kabul en avión. Lo malo fue que la
noche anterior nos dijeron que el vuelo estaba anulado debido a que se
produjo un ataque con misil a la base alemana de los PRT en Faizabad. Si
queríamos podíamos viajar en un auto de la ONU hasta Kunduz. Pero al día
siguiente hubo un atentado suicida en Kunduz, y entonces se canceló el
viaje. Afortunadamente al día siguiente podíamos viajar en la caravana de
una organización de ayuda alemana. Había también una pequeña posibilidad
de volar con la compañía aérea afgana Ariana, pero no había seguridad
sobre la hora. Cuando llegamos al aeropuerto al otro día bien temprano,
vimos el avión y corrimos con nuestras maletas hacia la puerta, pero en
ese momento ya se estaban encendiendo los motores. “Si hubiérais llegado
hace cinco minutos, habríais podido viajar”, dijo el guarda amistosamente.
Mientras el avión decolaba volvimos al coche. Nos esperaban dos días de un
viaje que habría podido hacerse en media hora.
La ruta de regreso a Kunduz es preciosa, lo que nos ayudó a olvidar
nuestro fracasado vuelo. El viaje no estuvo exento de tropiezos. Al cabo
de unas horas, encontramos un bloqueo de la policía. Un derrumbamiento a
causa de la fuerte lluvia había obstaculizado el camino, que había quedado
cubierto con una gruesa capa de barro y piedras. A sugerencia de los
chóferes, agarramos nuestras maletas y caminamos bordeando el obstáculo.
Al otro lado había alguien dispuesto a llevarnos en coche hasta Kabul por
cierto precio. El hombre no hablaba inglés, y nuestros chóferes de la
caravana alemana hicieron fotos de su permiso de conducir, la matrícula
del auto y del hombre mismo, por si acaso. Con esa seguridad seguimos
nuestro viaje.
Después de cinco minutos tuvimos que parar nuevamente, ahora por los
coches que venían en la otra dirección y que la policía estaba reteniendo.
La carretera de dos calzadas se veía completamente bloqueada por cinco
filas de autos todos queriendo ir hacia el lado de donde nosotros
veníamos. Uno de esos embotellamientos que parecen que van a ser eternos.
No teníamos agua, ni comida, y los choferes de los alemanes ya debían
estar de vuelta hacia Kunduz porque los teléfonos móviles no tenían
alcance, y nuestro hombre no hablaba una palabra de inglés. Fue cuando
apareció un agente afgano: “Salaam aleikum” le dijimos amistosamente.
“Kabul, Kabul”. El agente asintió, agarró una antena de coche, y comenzó a
golpear como Moisés con su báculo para abrir una brecha en el mar de autos
que nos bloqueaban la vía. En media hora se había resuelto el problema y
pudimos llegar a Kabul sin otras dificultades.
Jalalabad
Ese mismo día seguimos hacia Jalalabad, en la provincia de Nangarhar. Sólo
fueron tres horas de camino por una ruta que ha sido reabierta
recientemente, así que pudimos llegar antes de que anocheciera. No es
aconsejable viajar por la noche a causa de los frecuentes asaltos que
cometen bandas de delincuentes. La carretera es una de las arterias de
circulación más importante del país por donde se mueve el comercio con
Pakistán. Por el camino vimos caravanas de camiones escoltados de
camionetas con hombres armados para protegerlos de los piratas del camino.
El espectáculo de las montañas es impresionante y en algún momento nos
cruzamos con un animado cortejo de nómades Kuchi que iban con sus
dromedarios cargados y sus rebaños de llamas en camino al mercado de
Kabul.
En Jalalabad nos alojamos en un hostal de la ONU, gracias a la ayuda de la
GTZ, la organización de desarrollo alemana que nos ayudó con la logística
del viaje. Nuestro chófer afgano no pudo alojarse allí debido a las
‘diferencias culturales’. Intentamos entonces conseguir habitaciones en un
hotel pero no había lugar para los tres y ya estaba oscureciendo, así que
volvimos al hospedaje. Esa noche entendimos lo de las ‘diferencias
culturales’. Era jueves por la noche, y el viernes es allá lo que para
nosotros es un domingo. La que parecía una pensión muy tranquila se
transformó en el curso de la noche en una especie de bar disco al aire
libre en el que corrió el alcohol con toda libertad. Americanos con un
aspecto a la DynCorp coreando la música de The Doors mientras que nosotros
tratábamos de fijar el programa de los próximos días con los conocidos
entre el grupo de expatriados que trabajan en temas de desarrollo. Y
bueno, tenemos que reconocer que una cerveza fría no nos cayó nada mal
después de todas las emociones del viaje en los últimos días.
La montaña de las serpientes
Al día siguiente nos reunimos con los de la GTZ. Esta organización alemana
se encarga del proyecto PAL (proyecto de medios de subsistencia
alternativos para el este de Afganistán) que sirve como modelo de lo que
próximamente también se intentará aplicar en Uruzgán para ofrecer
alternativas a los campesinos que cultivan opio. “Tampoco nosotros tenemos
la receta para las soluciones rápidas”, nos dijo Carl el coordinador del
proyecto, “paciencia, es la primera condición”. La idea del proyecto es la
de servir como laboratorio para probar métodos integrales y durables:
fortalecimiento de la infraestructura local, sustitución de importaciones,
productos alternativos como el girasol y las rosas, garantía de mercados,
creación de trabajo en la región, plantas de electricidad a partir de
pequeñas instalaciones hidráulicas, desarrollo industrial a pequeña
escala, etc. El proyecto PAL apenas comenzaba cuando en 2004 fue decretada
la veda del opio en Nangarhar. En vista de la enorme ayuda al desarrollo
prometida, las autoridades locales, los ancianos y líderes religiosos se
dejaron convencer de que había que liberar la región de opio. Según
estimaciones de la oficina de drogas de la ONU, en un año cayó la
producción de opio en un 96 por ciento, pasando de 28.000 a 1.000
hectáreas cultivadas en 2005.
En la tarde nos dirigimos al este en dirección de la frontera pakistaní.
Un mes atrás, en esa misma carretera los militares estadounidenses
provocaron un verdadero baño de sangre, todavía fresco en la memoria de la
gente. Un terrorista suicida atacó el convoy americano, y los infantes de
marina reaccionaron con pánico disparando a diestra y siniestra. Dieciséis
civiles muertos y decenas de heridos. El ambiente todavía se siente tenso,
más aún ahora con la destrucción de los campos de amapola. Nos habían
advertido que los campesinos andan muy prevenidos contra los extranjeros
que se asoman por allí, de miedo a que hayan llegado a destruirles los
campos, ahora justamente que comienza la cosecha. A la izquierda y a la
derecha vimos campos de opio florecidos. Paramos al pie de la que llaman
la ‘montaña de las serpientes’ en un campo extenso en donde se veía a los
campesinos recogiendo la cosecha. Le dijimos a Harun, el chofer, que
queríamos acercarnos a pie hasta ellos para explicarles lo que habíamos
venido a hacer. Un poco después estábamos caminando con los amistosos
propietarios de un mar de flores blancas. En algunas partes ya se habían
caído los pétalos y había gente tallando los bulbos para hacer rezumar el
opio para rasparlo y juntarlo al otro día.
El enorme campo pertenece a varias familias. “El año pasado había aquí
todavía grano”, nos contó uno de los campesinos, “pero tengo seis hijos y
tres hijas en el colegio, esta es la única manera en que puedo pagarles la
educación”. Gracias a que este año ha habido suficiente lluvia, el
campesino esperaba que la cosecha marcara un nuevo récord. El campo se
veía, en efecto, precioso. Un campo como este visible desde la principal
carretera provincial no puede habérsele pasado desapercibido a la policía,
pensamos.
Conversaciones PEP
Desde el edificio de la gobernación en Jalalabad nos comunicamos por
teléfono con la oficina del PEP. “Pasamos a recogerlos en un momento” nos
dijo un asesor estadounidense. Dos minutos después vimos aparecer dos
vehículos blindados de los que saltaron, armados con metralletas en
posición de ataque, varios guardianes de la DynCorp. Uno de los vehículos
se puso en forma que bloqueaba la vía, y de ese modo fuertemente
escoltados nos dirigimos al búnker del PEP que resultó estar a sólo 300
metros de la gobernación. Hubiéramos preferido hacer el trayecto a pie.
Aquellos fueron los únicos momentos durante toda nuestra estancia en
Afganistán en que nos sentimos verdaderamente en peligro.
Nos dijeron que desde el año anterior la producción de opio había vuelto a
aumentar. “La prohibición se ha relajado, aunque los campesinos todavía se
muestran cuidadosos”, dijo el asesor del PEP. “Solamente este año vemos en
la provincia la respuesta contundente a los medios de subsistencia
perdidos anteriormente: por todas partes hay de nuevo amapola”. Los
americanos lo habían preparado todo para comenzar las fumigaciones con
químicos, los folletos ya estaban impresos. Por eso la frustración fue
enorme cuando el gobierno se mantuvo en su determinación de no aplicar
herbicidas a los campos. El gobernador de Nangarhar intentó este año
encontrar un equilibrio entre el exterminio de la amapola y la
estabilidad, sobre todo después de que en varios distritos se presentaron
alborotos y tiroteos. Hubo quema de tractores, bloqueo de caminos, muertos
y heridos. Sin embargo, el gobernador asegura que con la ayuda de la
policía local lograron destruir casi 5.000 hectáreas. Lo raro es que,
hasta mediados de abril, según un inspector de Naciones Unidas, había allí
solamente 1.500 hectáreas. El gobernador aclaró también que las
controvertidas Fuerzas de Erradicación Afgana (AEF en inglés) no son
bienvenidas en la provincia. El asesor piensa que el tiroteo de los
militares estadounidenses “afectó las posibilidades de negociación sobre
el exterminio de los campos de opio”.
Una isla de rosas en un mar de amapola
Al día siguiente fuimos a ver un proyecto de rosas en el distrito de
Achin. Una destiladora simple pero sólida transforma las cargas de flores
en aceite de rosas o en agua de rosas. Huele bien en la fábrica y el
perfume se nos quedó pegado en la ropa durante días. Un litro de un fuerte
concentrado de aceite de rosas se vende en el mercado europeo por cuatro
mil euros. Las bolsas de 40 kilos de rosas se vierten en las gigantescas
calderas, lo que produce no más de dos mililitros de aceite. Campesinos
que antes cultivaban opio, cultivan ahora aquí 32 hectáreas de rosas. Nos
ofrecieron té y hablamos con los empleados sobre rosas y amapolas. La
fábrica de rosas todavía no ha hecho ganancias, todavía hay dificultades
con las cifras y el volumen de las ventas, pero se planea duplicar el
número de hectáreas el año próximo. Por el momento, con ayuda de los
subsidios, una familia puede subsistir razonablemente de la ganancia que
deja el cultivo. Pero esta ganancia no es comparable con la que deja el
opio, razón por la cual tres campesinos decidieron arrancar sus rosales.
Uno de los presentes vive al pie de las montañas de Spinghar, un punto
obligado cerca de la frontera con Pakistán y bastión del tráfico de opio.
“Un lugar al que mejor no ir por estos días” nos previnieron varias
personas. Debido a la amenaza de exterminio de los campos de opio, y a los
continuos incidentes con grupos de talibanes que vienen desde Pakistán
cruzando las montañas, la situación estaría allí bastante encendida.
Nuestro destilador de rosas no estaba de acuerdo. “Si entráis al pueblo
conmigo, como huésped mío, no pasa nada”, dijo. Entonces nos subimos al
auto y hacia allá nos dirigimos. A medida que nos íbamos aproximando a la
cresta de la montaña fuimos viendo más y más campos de opio, y una vez en
el pueblo nos encontramos en medio de un mar de amapolas que crecía por
todos lados y hasta el horizonte. La impresión fue tremenda. La adormidera
allí es blanca, la que según los campesinos, es la que más rinde. También
allí se esperaba una cosecha récord gracias a las buenas condiciones del
tiempo. En los linderos del campo vimos por todas partes pequeñas
plantitas de cannabis. En el verano estos campos se transforman en una
selva de cannabis. En medio de este mar de amapola encontramos con cierta
dificultad una islita de rosas como símbolo de las proporciones del
‘desarrollo alternativo’.
Después de varias tazas de té y de hablar durante un buen rato sobre
tonterías, pasamos al tema de la economía local de las drogas, el
desarrollo de los precios, y el rendimiento por hectárea. Un comerciante
de opio local nos mostró una bolsa con opio seco del año anterior, y le
quebró un pedacito para dejárnoslo oler y probar. “Yo me hago un 20% de
ganancia por comprarle toda su carga a un campesino y después venderla a
un gran comerciante que tiene su laboratorio de heroína”, dijo. Mientras
tanto, medio pueblo se fue acercando, y para sorpresa nuestra algunos de
ellos nos contaron que ganaban unos extras trabajando en uno de esos
laboratorios un poco más allá en las montañas. “Los precios de los
químicos han subido increíblemente” dijeron. Sobre todo el ácido especial,
esencial para la producción de heroína, es hoy por litro más caro que el
opio por kilo. Hablamos detalladamente de todo el proceso de producción.
“Siete kilos de opio se pueden transformar en un kilo de pasta de morfina,
y para hacer de ahí un kilo de heroína se necesita una cantidad igual de
ácido”. Con eso obtienes una heroína marrón de buena calidad, ‘azúcar
morena’, como la que domina en el mercado europeo, heroína apta para
fumar. Para obtener el polvo blanco que también puede ser esnifado o
inyectado, se necesita un proceso de refinamiento más complicado, que por
lo general no se puede hacer en los laboratorios simples de las montañas.
Nos llevamos una enorme sorpresa cuando, después de la comida, alguien
trajo para mostrarnos un kilo de heroína pura. “El valor de esto es de
2.300 dólares”, dijo. En Holanda eso vale veinte veces más.
El cuento del ‘éxito’ de Nangarhar
David Mansfield, un amigo y colega investigador en Londres, estaba también
por esos días en Jalalabad. Esa noche nos reunimos a hablar de nuestras
experiencias. Nadie como David para describir el efecto diabólico causado
por la proscripción del opio, el exterminio de la adormidera, y la
problemática de las deudas. Esa misma tarde estuvimos visitando un
distrito que ofrece un ejemplo dramático de todo esto: un campesino de
Achin le pidió prestado en el año 2000 –todavía bajo régimen talibán- a un
comerciante, 450 dólares como avance por cinco kilos de opio. Pero el
campesino no logró cosechar los cinco kilos debido a la veda anunciada ese
año por los talibanes. A finales de 2001, el comerciante entonces adaptó
la deuda de acuerdo a los nuevos precios del opio, que ese año habían
aumentado pagándose a 480 dólares el kilo. En la práctica esto significó
un aumento de la deuda del campesino a 2.400 dólares. Dos años más tarde,
habida cuenta de las oscilaciones del precio, la deuda del campesino ya
iba en unos 4.800 dólares. Diez veces más de lo recibido en préstamo, que
solamente iba a poder pagar obteniendo 50 kilos de opio, algo imposible
cuando se tiene sólo una pequeña parcela de tierra. En ese momento lo
único que podía hacer el campesino era entregarle al comerciante su hija
de ocho años como pago.
Este tipo de mecanismos representa el fin del cuento del ‘éxito’ de
Nangarhar y de la hermosa visión de ese día en el campo de amapola que se
extendía hasta el horizonte. Ya nos parecía sospechoso que se hablara de
‘éxito’, como lo hicieron las instancias de control de drogas al exhibir
el crash de 2004/05 de la economía del opio en Nangarhar. Los jubilosos
comunicados de prensa de las oficinas de drogas de Naciones Unidas
parecían aún más escandalosos conociendo el drama que se oculta tras esta
apariencia. Durante nuestra visita en Afganistán tuvimos ante nuestros
ojos los resultados de medidas drásticas como la proscripción forzada del
opio o la destrucción de los campos de amapola. Estas medidas no solamente
han golpeado fuertemente a una población empobrecida, sino que además no
han tenido un efecto sostenible. Todo esto lo habíamos pronosticado hacía
dos años. El hecho de que se haya cumplido servirá desgraciadamente de
poco mientras los encargados de las políticas de drogas no se den cuenta
de lo ineficaces que son estas medidas. Para 2007 se han propuesto el
objetivo de erradicar 50.000 hectáreas. Al momento de dejar el país ya
habían destruido 22.000, y la Fuerza de Erradicación Afgana estaba a punto
de dirigirse hacia Uruzgán.
Fotografías de Tom Kramer
Traducido del holandés por Amira Armenta