Fuente: Huffington Post
16 de marzo de 2011
Por Ethan Nadelmann, Director Ejecutivo de la Drug Policy Alliance (DPA)
Algunos aniversarios proveen una ocasión para celebrar, otros un momento para reflexionar y otros para la acción. El próximo junio habrán pasado 40 años desde que el ex presidente estadounidense Richard M. Nixon declaró una “guerra contra las drogas” e identificó al abuso de las drogas como “el enemigo público número 1”. Hasta donde sé, no se planean celebraciones. Lo que se necesita, y de hecho es esencial, es reflexión —y acción.
Resulta difícil creer que los estadounidenses han gastado alrededor de un billón de dólares (súmele o réstele unos cuantos cientos de millones) en esta guerra de 40 años. Es difícil creer que decenas de millones de personas han sido encerradas en cárceles y prisiones por cometer actos no violentos que hace un siglo ni siquiera constituían delitos. Es difícil creer que el número de personas encarceladas por acusaciones relacionadas a las drogas se multiplicó por un factor de 10 mientras que la población del país apenas creció en un 50 por ciento. Es difícil creer que millones de estadounidenses han sido privados del derecho a votar no porque hayan asesinado a un conciudadano o traicionado a su país, sino sólo porque compraron, vendieron, produjeron o sencillamente poseían una planta o químico psicoactivo. Y es difícil creer que se ha permitido que cientos de miles de estadounidenses mueran —por sobredosis, sida, hepatitis y otras enfermedades— porque la guerra contra las drogas bloqueó e incluso prohibió que se atendiera la adicción a ciertas sustancias como un problema de salud, en lugar de penal.
Necesitamos reflexionar no sólo acerca de las consecuencias de esta guerra en nuestro país, sino también en el extranjero. El crimen relacionado con la prohibición, la violencia y la corrupción en el México de hoy recuerdan a Chicago en la época de la prohibición —multiplicado por 50. Partes de Centroamérica están todavía más fuera de control y muchas naciones caribeñas sólo pueden esperar que no sean las próximas. Los mercados ilegales de opio y heroína en Afganistán, según informes, representan entre la tercera parte y la mitad del PIB de ese país. En África, el lucro, el tráfico y la corrupción ocasionados por la prohibición se extienden rápidamente. En cuanto a Sudamérica y Asia, escójase un momento y un país —y las historias son muy similares, desde Colombia, Perú, Paraguay y Brasil hasta Pakistán, Laos, Birmania y Tailandia.
Las guerras pueden ser costosas —en dinero, derechos y vidas— pero todavía son necesarias para defender la soberanía nacional y valores fundamentales. Es imposible sostener tal argumento en cuanto a la guerra contra las drogas. La marihuana, la cocaína y la heroína son más baratas hoy que cuando se inició la guerra, hace 40 años, y están al alcance hoy, como en ese entonces, de cualquiera que realmente las desee. La marihuana, que está detrás de la mitad de los arrestos por droga en EE.UU., jamás ha matado a nadie. La heroína es básicamente indistinguible de la hidromorfona (o Dilaudid), medicamento para el dolor prescrito por doctores que cientos de miles de estadounidenses han consumido de manera segura. La gran mayoría de personas que han consumido cocaína no se volvieron adictas. Cada una de estas drogas es menos peligrosa de lo que la propaganda gubernamental afirma, pero suficientemente peligrosas para merecer regulaciones inteligentes en vez de prohibiciones generales.
Si la demanda de alguna de estas drogas fuera dos, cinco o diez veces la existente hoy, la oferta estaría allí. Eso es lo que hacen los mercados. Y, ¿quién se beneficia de persistir con estrategias fútiles de control de la oferta, pese a sus evidentes costos y fracasos? Básicamente, dos grupos organizados: aquellos productores y vendedores de drogas ilícitas que ganan mucho más de lo que ganarían si su producto estuviese legalmente regulado en vez de prohibido; y los oficiales de la ley, para quienes la expansión de las políticas prohibicionistas resulta en empleos, dinero y poder político para defender sus intereses.
Los gobernadores republicanos y demócratas que confrontan enormes déficit presupuestales respaldan ahora alternativas al encarcelamiento de delincuentes no violentos relacionados con drogas que hace unos cuantos años hubieran rechazado de plano. Sería una tragedia, sin embargo, si esos cambios, modestos pero importantes, resultaran en nada más que una guerra más suave y amable contra las drogas. Lo que en verdad se necesita es un tipo de enfoque que identifique que el problema no es sólo la drogadicción sino también la prohibición —y que apunte a reducir al máximo posible el papel de la criminalización y del sistema de justicia penal en el control de las drogas, mientras que resalta la protección y la salud pública.
Qué mejor manera de marcar el aniversario No. 40 de la guerra contra las drogas que romper los tabúes que han impedido la franca evaluación de los costos y fracasos de la prohibición de drogas, así como de sus variadas alternativas. Apenas ha habido una audiencia, auditoría o análisis realizado o comisionado por el gobierno a lo largo de los últimos 40 años que se haya atrevido a intentar una evaluación de este tipo. No se puede decir lo mismo de las guerras en Irak o Afganistán o de casi cualquier otro campo de política pública. La guerra contra las drogas persiste en buena medida porque quienes tienen el control sobre el gasto enfocan su atención crítica sólo en la aplicación de la estrategia, más que en la estrategia misma.
La Alianza sobre la Política de Drogas (DPA, por sus siglas en inglés) y nuestros aliados en este movimiento de rápido crecimiento, se proponen romper esta tradición de negación —transformando este aniversario en un año de acción. Nuestro objetivo es ambicioso: lograr una masa crítica en la cual el impulso por la reforma exceda la poderosa inercia que ha sostenido por tanto tiempo las políticas prohibicionistas punitivas. Esto requiere trabajar con legisladores que se atrevan a plantear las preguntas importantes, organizar foros públicos y comunidades en línea en los que los ciudadanos puedan emprender acciones, reclutar un número sin precedente de individuos poderosos y distinguidos que expresen en público su desacuerdo, y organizarse en ciudades y estados para instigar nuevos diálogos y orientaciones para las políticas locales.
Cuenten con que estos cinco temas afloren una y otra vez durante este año de aniversario:
1. La legalización de la marihuana ya no es cuestión de si se va a dar o no, sino de cuándo y cómo. Las encuestas de Gallup descubrieron en 2005 que 36 por ciento de los estadounidenses favorecían legalizarla contra 60 por ciento que se oponían. Hacia finales de 2010, el apoyo se había elevado a 46 por ciento y la oposición había descendido a 50 por ciento. La mayoría de ciudadanos en un número cada vez mayor de estados dicen ahora que regular legalmente la marihuana tiene más sentido que persistir en la prohibición. Sabemos lo que necesitamos hacer: trabajar con aliados locales y nacionales para preparar y ganar la aprobación de iniciativas en consultas populares sobre la legalización de marihuana en California, Colorado y otros estados; apoyar a legisladores federales y estatales en la presentación de iniciativas para despenalizar y regular la marihuana; aliarnos con activistas locales para presionar a la policía y a los fiscales con el fin de que dejen de darle prioridad los arrestos relacionados con la marihuana; y respaldar y fortalecer a individuos destacados en el gobierno, las empresas, los medios, la academia, el mundo del espectáculo y otros campos para que respalden públicamente el fin a la prohibición de la marihuana.
2. La sobrepoblación en las cárceles es el problema, no la solución. Tener el primer lugar mundial en población penal absoluta y per cápita es una vergonzosa distinción que EE.UU. debería apresurarse en perder. La mejor manera de abordar este problema es reducir el número de personas encarceladas por delitos no violentos relacionados con las drogas —despenalizando y eventualmente legalizando las drogas; ofreciendo alternativas al encarcelamiento para quienes no constituyen una amenaza fuera de los muros de la cárcel; reduciendo las sentencias mínimas obligatorias y otras sanciones severas; atendiendo la drogadicción y otros abusos de las drogas fuera del sistema de justicia criminal y no dentro de este; e insistiendo que nadie sea encarcelado sólo por poseer una sustancia psicoactiva y si es que no ha causado daños a terceros. Todo esto requiere de acción legislativa y administrativa del Estado, pero la reforma sistémica sólo ocurrirá si el objetivo de reducir la sobrepoblación penal es ampliamente aceptado como una necesidad moral.
3. La guerra contra las drogas es “el nuevo Jim Crow”. La magnitud de la desproporcionalidad racial en la aplicación de las leyes sobre drogas en EE.UU. (y muchos otros países) es grotesca: los afro-estadounidenses tienen dramáticamente más probabilidades de ser arrestados, procesados y encarcelados que otros estadounidenses que cometen las mismas violaciones a las leyes de drogas. El año pasado, la preocupación por la justicia racial contribuyó a motivar al Congreso para que este reforme las notorias leyes que prescribían sentencias mínimas obligatorias por delitos relacionados con el crack, pero se necesita hacer mucho más. Nada es más importante en este momento que la voluntad y capacidad de los líderes afro-estadounidenses de darle prioridad a la necesidad de una reforma fundamental de las políticas sobre drogas. No es tarea fácil, dada la desproporcionada extensión e impacto de la drogadicción entre las familias y comunidades pobres afro-estadounidenses. Pero es esencial, tal vez sólo sea porque nadie más puede hablar y actuar con la autoridad moral requerida para trascender tanto los temores profundamente arraigados como los poderosos intereses creados.
4. Ya no se debe permitir que la política venza a la ciencia —y a la compasión, al sentido común y a la prudencia fiscal— al lidiar con las drogas ilegales. Evidencia abrumadora apunta a que es más efectivo y menos costoso abordar la adicción y otros abusos de las drogas como asuntos de salud y no de justicia penal. Por eso la DPA incrementa los esfuerzos por transformar la manera en que se discuten y atienden los problemas de drogas en las comunidades locales. “Pensar globalmente y actuar localmente” se aplica tanto a la política sobre drogas como a cualquier otro campo de política pública. Por supuesto que sería mejor si un presidente designara a alguien que no fuera un jefe de policía, un general del ejército o un moralista profesional como zar antidrogas. Pero lo que en verdad importa es desplazar la autoridad en las políticas municipales y estatales sobre drogas desde la justicia penal hacia las autoridades de salud y otras. Igual de importante es garantizar que los nuevos diálogos sobre políticas de drogas sean informados por evidencia científica, así como por las mejores prácticas dentro y fuera del país. Una de nuestras especialidades en la DPA es hacer que la gente piense y actúe fuera del marco establecido en materia de drogas y de política sobre drogas.
5. La legalización tiene que ponerse sobre la mesa, no porque sea necesariamente la mejor solución ni porque sea la alternativa obvia a los evidentes fracasos de la prohibición, sino por tres importantes razones: primero, porque es la mejor forma de reducir en forma dramática el crimen, la violencia, la corrupción y otros costos extraordinarios y consecuencias perniciosas de la prohibición; segundo, porque existen tantas opciones —de hecho más— para regular legalmente las drogas que para prohibirlas; y tercero, porque poner la legalización sobre la mesa implica plantear preguntas fundamentales acerca de por qué surgieron las prohibiciones inicialmente, y si en verdad fueron o son esenciales para proteger a las sociedades humanas de sus propias vulnerabilidades. Insistir en poner la legalización en la mesa —en audiencias legislativas, foros públicos y discusiones internas del gobierno— no es lo mismo que abogar por que todas las drogas reciban el mismo tratamiento que el alcohol y el tabaco. Es, más bien, una demanda de que los preceptos y políticas prohibicionistas dejen de tenerse por sagrados y sean considerados como opciones políticas que ameritan una evaluación crítica, incluida la comparación objetiva con enfoques no prohibicionistas.
Ése es el plan. Cuarenta años después de que Nixon declaró la guerra a las drogas, aprovechamos este aniversario para impulsar la reflexión y la acción. Y estamos pidiendo a todos nuestros aliados —de hecho, a cualquiera que tenga sus dudas acerca de la guerra contra las drogas— que se nos unan en este esfuerzo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Huffington Post (EE.UU.) el 11 de febrero de 2011.