Fuente: Analítica.com
13 de abril, 2011
Por: Alejandro Tarre
Lo que ha ocurrido en México desde que Felipe Calderón asumió la presidencia en 2006 y decidió sacar al ejército para combatir el narcotráfico, es verdaderamente espeluznante. Hace dos años las autoridades mexicanas encontraron las cabezas de ocho soldados en bolsas de plástico en un centro comercial en Chilpancingo, en el estado de Guerrero. Un año después la cabezas de otros tres soldados aparecieron en una cava de hielo en Ciudad Juárez, donde la guerra contra el narco ha dejado un saldo de más de ocho mil víctimas desde 2006. Cerca de Tijuana la policía arrestó a Santiago Meza, conocido como El Pozolero, que confesó haber disuelto con ácido los cuerpos de 300 personas por órdenes de un capo local. En total son más de 34 mil las víctimas que ha cobrado esta guerra declarada por Calderón hace cuatro años, siete veces más que el número de víctimas estadounidenses en la guerra de Irak durante ocho años.
La efectividad de esta estrategia de Calderón es cada vez más cuestionada dentro y fuera de México. Un creciente grupo de expertos sostienen que Calderón cometió un grave error sacando al ejército y declarándole la guerra a los carteles. Dicen que esta guerra no se puede ganar y sacrificar tantas vidas en un conflicto que no se puede ganar es absurdo. La violencia en México, además, venía cayendo significativamente durante las últimas décadas (cayó la mitad entre 1992 y 2006). La guerra contra el narco sólo ha ayudado a empeorar la crisis que pretendía solucionar.
Este debate en México, no cabe duda, es extremamente importante. En pocos debates la diferencia entre dos argumentos contrarios podría equivaler a decenas de miles de vidas. Pero es también importante enmarcar esta discusión en el debate más amplio sobre la efectividad de la actual estrategia hemisférica para combatir el tráfico de drogas. ¿Ha sido esta estrategia efectiva? ¿No es la violencia en México y el triángulo norte de Centroamérica trágicas manifestaciones de su fracaso? Durante sus varias décadas de implementación, ¿ha logrado esta estrategia su objetivo declarado de reducir la producción y el consumo de drogas?
Desafortunadamente, la evidencia es contundente. Con la actual política prohibicionista, basada en la represión de la producción, la interdicción del tráfico y la distribución, y la criminalización del consumo, la producción y el consumo de drogas no han disminuido, ni en Estados Unidos ni en otros países del hemisferio (según datos de la Casa Blanca, el consumo de marihuana, éxtasis y metanfetamina subió en 2010). Washington gasta 40 mil millones de dólares al año en la lucha antinarcóticos -decomisando toneladas de drogas ilícitas, encarcelando a millones de personas y erradicando cultivos en cientos de miles de hectarias-, pero el precio del cannabis y la cocaína en Estados Unidos y Europa, los dos grandes mercados, se ha mantenido estable o disminuido en los últimos años. Los 45 mil soldados que sacó Calderón a la calle para combatir el narcotráfico no han incidido un ápice en el flujo de drogas hacia el norte. A menos que uno vea como un éxito que el consumo y la producción se hayan mantenido estables en vez de duplicarse, las actuales políticas antidrogas han sido un fracaso.
Los defensores de esta estrategia se jactan de algunos triunfos importantes. Citan como en ciertos países ha habido declives importantes en los cultivos, la producción y el tránsito de drogas. Pero estos éxitos locales, aunque reales, son irrelevantes en el contexto global. La masiva erradicación de cultivos en Perú y Bolivia, por ejemplo, llevó a una disminución dramática de la producción de hoja de coca en los 90. Pero esta reducción en Perú y Bolivia causó un rápida expansión de cultivos en Colombia. Lo mismo ocurre con las rutas. Cuando las autoridades logran cerrar unas aparecen otras, demostrando que los narco, incentivados por las poderosas fuerzas del mercado, siempre siguen allí, vigorosos, adaptándose rápidamente a las nuevas circunstancias, sorteando obstáculos con una agilidad y dinamismo notables, y valiéndose de los nuevos avances e innovaciones tecnológicas, científicas y logísticas como lo hacen los más sofisticados empresarios del mundo.
El problema, pues, no es policial sino económico. Y en el diseño de una nueva estrategia esta realidad no puede ser ignorada. ¿Cuál podría ser esta nueva estrategia? La gravedad del problema y la fuerte resistencia que confronta cualquier propuesta de cambio al statu quo exigen no sólo soluciones, sino soluciones viables, con posibilidades reales de vencer los obstáculos que hasta ahora han asfixiado los impulsos reformistas. En este sentido la ya conocida propuesta de la Comisión Latinomericana sobre Drogas y Democracia, conformada por tres ex presidentes latinoamericanos (César Gaviria, Ernesto Zedillo y Fernando Henrique Cardoso), es un buen punto de partida. Además de reflejar una creciente convergencia de criterios de expertos sobre los elementos principales que debe contener una estrategia alternativa, esta comisión parece reconocer que las propuestas más radicales, independientemente de su mérito, confrontan una resistencia demasiado fuerte que ayuda a fortalecer a los opositores del cambio. Propuestas moderadas, por lo demás, no excluyen que gradualmente se vaya avanzando hacia las propuestas más audaces.
La comisión propone cinco iniciativas, pero que se pueden resumir en tres. La primera es reenfocar la estrategia represiva. En vez de poner tanto énfasis y gastar tanto dinero en dos batallas quijotescas -la represión de la producción mediante la erradicación de cultivos y la interrupción de los flujos de drogas-, se deben focalizar las políticas represivas en los efectos más nocivos para la sociedad del crimen organizado: la violencia, la corrupción, el lavado de dinero, el tráfico de arma, y el control de territorios y poblaciones.
La segunda es ver el consumo de drogas no como una actividad criminal, sino como un cuestión de salud pública. Como dice el informe de la comisión, el Estado debe crear las leyes, las instituciones y regulaciones que permitan que las personas que han sucumbido a la adicción de drogas dejen de ser compradores en el mercado ilegal para convertirse en pacientes del sistema de salud.
La tercera, que está muy ligada a la segunda, es descriminalizar el consumo personal de marihuana, de lejos la droga más popular en el hemisferio. Esta iniciativa es muy controversial, pero su implementación es muy importante, sobre todo en Estados Unidos. La actual política estadounidense de encarcelamiento por el consumo de drogas es tan ineficaz como inhumana. Ineficaz porque no ha tenido mayor efecto en la demanda de drogas y porque el costo para el Estado de cada preso es mucho mayor al de tratar a cada adicto. Inhumana porque las actuales leyes de criminalización del consumo, al igual que las injustas leyes sexuales, pueden infligir daños irreversibles e innecesarios en las vidas de jóvenes que no representan una verdadera amenaza para la sociedad. Es bastante probable que el trauma que causa la encarcelación al consumidor y a su familia provoque mayores daños a la sociedad que el consumo que motiva el arresto y la encarcelación. Contrastando las altísimas tasas de encarcelación con encuestas que revelan que la mitad de la población adulta de Estados Unidos confiesa haber consumido drogas, es difícil no concluir que el actual sistema transforma en parias a muchos ciudadanos relativamente decentes.
La estrategia de descriminalización, es cierto, conlleva algunos riesgos. Si se descriminaliza la tenencia personal de marihuana es probable que el consumo suba. Quien niegue la existencia de este riesgo está siendo tan dogmático como los opositores del cambio. Sin embargo, una miríada de estudios indican que no hay una clara correlación entre el consumo en un país y el rigor de su sistema de leyes antinarcóticos. En Estados Unidos, por ejemplo, el consumo de drogas es tres veces mayor que en Europa, donde las leyes son mucho más indulgentes. Cualquier subida en el consumo, además, puede ser contenida y contrarrestada con agresivas campañas de información y prevención. Este tipo de campañas han sido sumamente efectivas reduciendo el consumo del tabaco, y, si lo han sido con el tabaco, también lo pueden ser con las drogas.
Hasta el momento estas propuestas de la comisión no han sido adoptadas y un buen número de analistas son bastante pesimistas sobre las posibilidades de un cambio de paradigma, sobre todo en Washington. Pero, sin llegar a ser optimista, yo veo algunas señales ligeramente prometedoras. En Estados Unidos un número creciente de estados, incluyendo California, han legalizado la marihuana para uso medicinal (la gran noticia del referendo en California para legalizar la marihuana no fue que la legalización fue rechazada sino que más del 43 por ciento votó a favor del cambio). Un creciente número de economistas, juristas, activistas, artistas, ex presidentes, premios Nobel, y publicaciones notables, han alzado la voz pidiendo una política más racional. Y el presidente Barack Obama, a diferencia de sus predecesores, ha sido crítico de la actual estrategia y rechazado (con razón) la ya desteñida etiqueta “guerra contra las drogas.” En mayo de 2010 Obama anunció una nueva política nacional que, siguiendo las recomendaciones de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, vería el uso de drogas más como un asunto de salud pública que como un asunto exclusivamente criminal.
Sin embargo, los cambios del gobierno estadounidense han sido de tono y énfasis. Para marcar una verdadera diferencia Obama debe liderar un esfuerzo para convertir las iniciativas de la comisión en políticas, programas y cambios reales en los presupuestos. En esta batalla para forjar una estrategia más racional para combatir el narcotráfico, el liderazgo de Estados Unidos es indispensable, pues sin su colaboración cualquier cambio real de paradigma es una ilusión.