Fuente: Desde abajo, Edición 170
LInes 20 de junio, 2011
Por RICARDO VARGAS M.
El Informe de la Comisión Global de Política de Drogas no busca cambiar las Convenciones de Naciones Unidas sino abrir un debate sobre la conveniencia de seguir manteniendo los supuestos conceptuales y ciertas políticas que se derivan de sus soportes teóricos. No tiene el Informe una pretensión maximalista y reúne tanto principios como recomendaciones que se mueven en un escenario pragmático de cambios razonables. Es evidente que hay temas no abordados en profundidad, sobre todo los relacionados con la producción de materia prima para su procesamiento, el tráfico, las violencias que se asocian a este y muchos otros elementos que intervienen en el agravamiento de los problemas relacionados con las drogas ilegales.
En general, toda la presentación de la Comisión busca establecer un marco para un debate global, tal como lo indica ahora su alcance, el cual ha dejado de ser ya una iniciativa de ex presidentes latinoamericanos para pasar a ser un grupo ad hoc, si se permite el término, de una sociedad civil global que no está de acuerdo con lo que se ha denominado “la guerra contra las drogas”.
No obstante lo anterior, el ejercicio que se propone es eminentemente analítico, es decir, abstrae un ámbito como es la economía ilegal de las drogas y las políticas que se han creado para su persecución. O sea que no aborda la complejidad del fenómeno puesto en la realidad, y es éste tal vez el principal factor limitante en la iniciativa que busca un “trazado de la cancha” para el debate. El problema en esta fase de ubicación del problema es ese: ¿Son suficientes los supuestos desde los cuales se establece el marco del debate sobre las drogas? Seguramente, no.
Veamos algunos puntos que limitan su alcance:
1. Se necesita establecer el grado de responsabilidad del marco global prohibicionista en relación con el agravamiento de muchas situaciones asociadas o relacionadas con las drogas, no como abstracción sino en su compleja composición real.
En el mundo real, las drogas y las políticas antidrogas se interrelacionan con una muy compleja gama de situaciones económicas, políticas, socioculturales y de conflictos internos cuya configuración no se puede reducir a una monocausalidad: la prohibición. Generalmente, las corrientes proclives a la legalización como respuesta central parten de ese supuesto: un sinnúmero de situaciones de violencia, corrupción, criminalidad, etcétera, se explican por la prohibición o se derivan fundamentalmente de ella. Esto se afirma generalmente como supuesto pero se entrega muy poca evidencia empírica.
Lo paradójico es que este mismo argumento les resulta útil a los prohibicionistas militantes: las drogas son la fuente de todos los males: violencia, corrupción, criminalidad, deforestación, contaminación, etcétera, y justamente por eso hay que prohibirlas. De modo que, si se cede en ese punto, lo que le espera a la humanidad es la hecatombe. Una metodología para encontrar un principio de solución a esa polarización es el análisis a fondo de casos nacionales, contexto en el cuál se pudiera intentar establecer cuánto incide la prohibición en el agravamiento de esas situaciones. Y no se trataría de dar ejemplos como soporte porque, del otro lado, igual se esgrimirían contraejemplos sin que el asunto de fondo se pueda resolver.
A ello hay que agregarle la compleja trama de situaciones referidas a cada nivel del circuito de drogas. Hay países típicos que condensan todo el encadenamiento “aunque de modo diferenciado” y que viven complejas situaciones cuyo desvelamiento sería un aporte a la discusión global sobre drogas y políticas antidrogas. Por citar sólo algunos: México, Colombia, Afganistán, Birmania, Estados Unidos, a pesar de que en éste no se libra una guerra como en los otros cuatro, donde se produce, se procesa, se trafica, se consume y se lavan recursos de la economía ilegal. Una de las limitaciones del Informe de la Comisión Global de Política de Drogas es justamente su sesgo hacia el ámbito del consumo, lo que limita los alcances de su pretensión: un debate global sobre la vigencia de la guerra contra las drogas. En forma dominante, el Informe carece de una mirada compleja desde los países del Sur.
La articulación de las drogas con situaciones de conflicto interno son escenarios ideales para observar la responsabilidad de la prohibición o de las drogas ilegales como tales, en su configuración problemática. De ahí la importancia de países como Colombia en ese debate. Pero tal perspectiva de tratamiento representa un reto político que difícilmente algunos miembros de la Comisión Global están dispuestos a asumir. Lo ponemos como un segundo problema no abordado en el Informe:
2. Las políticas antidroga han sido utilizadas como enfoque a través del cual se afiance una estrategia de seguridad global, que permita la prolongación de controles geopolíticos de orden regional. Igualmente, la estrategia de seguridad bajo una justificación antidrogas afianza poderes políticos de corte guerrerista y que violan derechos humanos.
Aquí se observa un punto crítico sobre el balance de responsabilidad entre el régimen prohibicionista y la vigencia de modelos militarizados de control social. Este impase se ve con claridad en situaciones nacionales críticas. Para dar unos pocos ejemplos: ¿Obedece el grave problema de seguridad y de violaciones a derechos humanos que enfrenta hoy México –en el fondo– a la ilegitimidad con que llega el gobierno de Felipe Calderón y que usó literalmente la guerra contra antidrogas para afianzarse en el poder o es un resultado de la implementación consecuente de la estrategia antinarcóticos? El primer argumento es sostenido entre otras personalidades por el ex canciller Jorge Castañeda y el opuesto por el gobierno de Estados Unidos.
Un segundo ejemplo es el diagnóstico que se hace hoy sobre el carácter transatlántico de la economía ilegal de la cocaína y que compromete al África, vía a través de la cual se busca extender un proceso de control militarizado cuyo perfil ya anuncia Washington. Un tercer ejemplo es la reiterada búsqueda de una estrategia militarizada de control de todo Centro América bajo el argumento ficticio de que las maras constituyen el corazón de la amenaza a la seguridad regional, mientras, de otro lado, el gran tráfico se maneja desde altas instancias estatales como Guatemala, Honduras e incluso, se denuncia, Nicaragua. Vale señalar cómo Washington concilia con el gran crimen organizado y que se maneja desde varios Estados, como en el caso de Guatemala, a cambio de acuerdos que flexibilizan aún más su intervención en zonas que son importantes para el control de la seguridad regional.
En estos pocos ejemplos, surge la pregunta: ¿Cuál es la responsabilidad del régimen antidrogas y cuál la de gobiernos que lo instrumentalizan para afianzar otras agendas, consideradas mucho más importantes? De esa intervención se deriva un sinnúmero de consecuencias con muy altos costos sociales, económicos, de gobernabilidad, en derechos humanos, etcétera.
Según lo anterior, ¿acabará un cambio del régimen antidrogas con tan graves situaciones de violencia o simplemente debilitará uno de los mecanismos políticos que legitiman situaciones graves de inseguridad regional pero sin que disminuyan la militarización y el agravamiento de los conflictos, etcétera? Así, ¿qué nivel de responsabilidad tiene el actual régimen antidrogas en situaciones tan entreveradas con una gama de intereses de diverso origen y pretensión?
3. El escenario previsible en el mediano plazo es un cambio en el régimen de control de la marihuana. ¿Qué sucederá con la cocaína y la heroína? Y, en este sentido, ¿cómo puede jugar, anticipándose, Colombia en ese escenario?
La argumentación de la Comisión Global es sólida en la búsqueda de un cambio de las políticas sobre el cannabis. Se pueden prever diversos escenarios en relación con ese cambio, favorecido por la existencia de un movimiento social y político de carácter global alrededor del cannabis, el incremento de la investigación de punta sobre sus usos medicinales, la existencia de regímenes de control permisivo en 13 estados de Estados Unidos y de una invaluable masa crítica en la experiencia de descriminalización de los Países Bajos, su ubicación en los estándares de peligrosidad frente a las demás drogas, desarrolladas por expertos independientes, etcétera.
Una aceptación del cambio de régimen, para el caso de la marihuana, por parte de las Convenciones Internacionales sobre Drogas, puede generar un efecto de estigma y radicalización mayores contra la heroína y la cocaína, consideradas en el tope más elevado de peligrosidad. Ello no haría cambiar un ápice la guerra contra el cultivo, el procesamiento, el tráfico y eventualmente el uso. No obstante, el uso problemático de heroína se ve mejor blindado ante la criminalización de los usuarios, dada la fortaleza de la investigación existente. Prácticamente, lo que se conoce como “reducción de daños” gira alrededor de la heroína casi en exclusiva. Pero ¿qué sucede con la cocaína? Los primeros intentos de extender la “reducción de daños” sobre la cocaína son bastante precarios y no tienen todavía, que se sepa, un sólido soporte científico.
Colombia, que debiera ser una potencia en investigación sobre coca y cocaína, carece de conocimiento de punta sobre estas sustancias. Lo único que tiene para mostrar es, por un lado, el viejo recetario de la guerra contra las drogas: fumigación, extradición, incautación, criminalización de usuarios, etcétera; pero también la permisividad en el uso de los dineros del narcotráfico para afianzar una guerra contrainsurgente, una descomunal contrarreforma agraria a través de la cual se lavaron miles de millones de dólares; unas estructuras de corte mafioso, consolidadas regionalmente y que se aprestan a enfrentar el primer intento de reversión de uno de sus mecanismos de poder: la concentración de la tierra. Se trata de una permisividad del Estado al narcotráfico en el control de los bienes incautados a ellos mismos, entre muchos otros.
Bajo estas consideraciones, el análisis de casos nacionales da una información rica en cuanto al proceso real de las drogas ilegales y las políticas supuestamente elaboradas para combatirlas. Pero, de nuevo, la pregunta: ¿Existe el espacio político para poner en la agenda temas y experiencias que contrasten a fondo con la vigencia del actual régimen antidrogas y la responsabilidad de poderes políticos que han hecho un uso en diversas direcciones, tanto de las drogas ilegales como de las políticas, para afianzar agendas que van mucho más allá de la prohibición? ¿No enriquecerá mucho más este debate, puesto desde esta orilla?