Fuente: Razón Pública
15 de abril, 2012
Por: Lukas Jaramillo Escobar* y Juan Diego Jaramillo Morales**
Desde la vida real y en contacto con artistas de las comunas más violentas de Medellín, los autores defienden la legalización de la marihuana: evitar que las bandas criminales marquen los ritos de iniciación de los adolescentes sería un modo eficaz de combatirlas.
Mafias y narcotráfico no son lo mismo
A propósito de “La Cumbre”, nos piden que escribamos sobre la situación de Medellín en relación con las drogas: una relación densa, llena de aristas, sobre la cual sería difícil e irresponsable adoptar inequívocamente una sola postura.
En algún momento se pensó que había tres realidades superpuestas, pero ellas resultaron ser tres grandes simplificaciones:
que los drogadictos sean los autores principales de los crímenes;
que legalizar la droga crearía una crisis de salud pública;
que la droga financia la violencia.
La verdad parece ser distinta: lo que de veras hace urgente legalizar la droga es despojar de sus enormes rentas a las bandas criminales, que tanto han hecho padecer a Medellín. Pero para apreciar este punto sería necesario deshacer un gran malentendido: pensar que mafias y narcotráfico son lo mismo.
En la sociedad medellinense existen distintas actitudes frente a la legalización de la droga, directamente correlacionadas con las fracturas generacionales. Donde sí puede haber algún consenso es en el hecho de que hay que hacer algo definitivo frente a la violencia.
Así y todo, no se puede hacer populismo con la seguridad ciudadana. Por muy inclinadas a pensar que a la larga legalizar la droga resulte eficaz en la lucha contra el crimen, las autoridades no pueden “vender” la legalización como la gran respuesta a los problemas de seguridad en Medellín.
Un primer paso
El show mediático de la VI Cumbre de las Américas no permite saber de veras qué dicen ni qué piensan los presidentes, y ni siquiera hay bases para creer que los Estados del hemisferio estén echando las bases para tomar una decisión de semejantes dimensiones.
Desde nuestra impotencia, hemos decidido apostar en este análisis por una propuesta minimalista:
Es preciso primero tomar todas las precauciones: ante la capacidad instalada del crimen en Medellín, ni siquiera la legalización simultánea de todas las drogas podría solucionar los problemas de seguridad en el corto plazo.
Conviene también dejar de lado, por el momento, el problema de las libertades individuales, pues el palo no está para cuchara.
Optamos por ganar terreno enfocando el reflector sobre la marihuana: un espacio social en torno a la ilegalidad.
Con alguna frecuencia se repite que la marihuana es un tema pasado de moda. Pero precisamente por eso nos llama la atención. Tras las valiosas enseñanzas de Francisco Thoumi, nos parece oportuno avanzar hacia una mayor comprensión del uso social de una droga que está ya casi “domesticada”, que a mucha gente le importa poco y que ya no impresiona.
La renta derivada del tráfico de marihuana resulta desdeñable frente a la que produce el comercio transfronterizo de la cocaína, por lo cual no debería ocupar un gran espacio en la capacidad instalada de la maquinaria de la violencia en Medellín. Pero justamente esta no deja ver la sociedad, parafraseando a Mario Perea.
Tránsito de lo ilegal a la costumbre
No existe todavía la evidencia suficiente como para elaborar un análisis concluyente acerca de la distribución por estratos sociales del consumo de drogas en Medellín. No se sabe a ciencia cierta si los estratos altos o los bajos consumen más marihuana en la ciudad, pero sí podemos afirmar que se ha aumentado la aceptación de la marihuana por parte de las nuevas generaciones de Medellín.
Puede ser que la campaña para satanizar y “homogeneizar” todas las drogas haya fracasado. Es posible también que se esté dando una nueva construcción cultural y social en torno al uso de la marihuana, que sobrevivió al fin del movimiento hippie. Hacemos parte de una nueva generación, donde el uso recreacional de la marihuana es bastante común, comparable al consumo del licor.
No se trata de plantear una especie de superioridad moral de marihuaneros sobre cocainómanos. Más bien se trata de plantear una hipótesis en torno a una costumbre: tal como la autorización generalizada del consumo del licor es más antigua que la marihuana, el uso socialmente aceptable de la marihuana llegará probablemente antes que el de la cocaína.
Hace poco estaba en una fiesta donde estaban varios grupos de música integrados por menores de 26 años y algunos artistas plásticos, con la obsesión por contar, encontré lo siguiente entre 53 jóvenes:
30 fumaban marihuana,
2 reconocieron ser consumidores ocasionales de cocaína;
52 tomaban cerveza;
50 otro licor más fuerte.
Una contabilidad de este tipo podría sugerir superficialmente que el precio, la facilidad de acceso y la legalidad pueden determinar las preferencias y los gustos, pero nuestra reflexión no va por ahí. Más bien la costumbre crea un marco de legalidad y la legalidad a su vez estructura al mercado.
Tres argumentos pro–legalización
Se han identificado tres colectivos artísticos, con posiciones definidas frente a la droga:
Una de esas posiciones se deja entrever en esta frase: “en Medellín nos estamos matando por algo que no nos gusta, nos estamos matando por la cocaína.” Hay movimientos culturales interesantes que rechazan la cocaína. ¿Se podría llegar a legalizar algo que se rechaza? Podría adoptarse como una estrategia interesante para ayudar a matar un negocio que ha hecho tanto daño.
Pero estos artistas llegaron rápidamente a otra conclusión: lo que les molestaba era la financiación de la guerra, de la violencia. “No tenemos problemas con lo que alguien consuma, si le gusta más la marihuana que la cerveza, es su problema, inclusive si consume perico, aunque andar con alguien así es más cansón… pero el problema es a quién le estamos comprando la droga y qué hace con esa plata… armas, armas para intimidarnos, para matar a nuestros parceros”.
El problema que plantea este movimiento juvenil está atravesado por una relación que podría resolverse mediante la legalización: armas y drogas, la búsqueda de desinhibición, de sedantes y estados alterados, que proporciona el dueño de la violencia y, por ende, del miedo.
Los artistas, promotores de la cultura, jóvenes de barrio de Medellín, pacifistas por convicción y por valentía, no están esperando a ver qué se decide en la Cumbre: ya están sembrando sus matas de marihuana y desarrollando sus propios códigos de domesticación social de la planta, como “no fumar delante de niños, fumar en el espacio privado o en una fiesta de adultos, no ir a los ensayos, presentaciones o trabajo después de fumar”.
En el nido de la serpiente
Cabe una anotación estratégica: la socialización de los jóvenes en torno a la droga ha sido monopolizada por la pandilla o una banda criminal ligada con el narcotráfico. En su barrio, el adolescente aprende un código social masculino, de virilidad: marihuana antes que licor.
Está relacionado con la legalidad: los tenderos de barrio ejercen un cierto control social al vender un producto legal, pero no se les permite vender licor a los menores. La marihuana requiere establecer un trato con el vendedor desregulado, por fuera de los límites legales.
De otra parte, atreverse a entrar en un estado de conciencia levemente alterada – como el que produce la marihuana, una droga considerada como más suave que el alcohol – constituye un acto audaz, valorado por las redes sociales de jóvenes del barrio y propio de la transición de la adolescencia.
Esta transacción termina siendo controlada por bandas criminales. El espacio para fumar se convierte en un espacio clave para el reclutamiento del narcotráfico, de acuerdo con nuestras entrevistas a jefes de bandas criminales: “Alrededor de la fuma se da el cruce, la vuelta, se crean las relaciones, se definen los cruces, uno se va conociendo y sabiendo quién es quién” (exjefe de una banda delincuencial – postpenado).
No todo es droga: detrás de esto está el asunto (quizá más grave) de entregarle a manos criminales un espacio público, el proceso de socialización y el “parche” — que no es sólo un lugar físico, sino el centro de encuentro y de diversión simple —. Sin embargo, sólo imaginar por un momento que la cerveza quedara en manos de las mafias serviría para comprender el gran poder que han ido acumulando y lo riesgoso de llevar una sustancia a la clandestinidad. El proceso de socialización en un barrio popular y la transición en la adolescencia nunca deberían quedar bajo el control de la pequeña mafia de esquina.
Pero esos mismos humos generan una cierta atracción. De ser legales, esos humos podrían desarrollar conciencia social, tal como ocurre en el caso del cigarrillo. Pero ya no bajo el influjo de criminales.
¿Estamos “pasados”?
Ojalá saliera de la Cumbre al menos una tímida conclusión: que estamos “pasados” (demorados), como dice Juanes, de legalizar la marihuana. Los de la línea dura que defienden argumentos asociados con la seguridad ciudadana se preguntarán: ¿para qué, si no representa un rubro significativo en las finanzas criminales?
La respuesta está en la socialización de la base social. Gustavo Duncan señala bien en su obra que no todas las apuestas de la mafia o del narcotráfico son económicas, algunas también son políticas.
Una mafia no sobrevive sólo en el plano económico, requiere de una base social, de las redes, incluso de castas, de la segregación social, de que siga habiendo jóvenes excluidos y destinados a estar al margen de la sociedad. Legalizando la marihuana estaríamos reduciendo los espacios de exclusión, vía los estigmas, los prejuicios y la persecución, de los cuales se nutre la mafia.
El reto que lanzan desde Medellín artistas y movimientos culturales — que ya están sembrando su propia marihuana para “no pagar la guerra” — es el siguiente: si el establecimiento o la mayoría de la sociedad insisten en que la marihuana es perjudicial, deberían confiar en la fuerza moral de sus argumentos y de su legitimidad para convencer a nuestros jóvenes de no “fumar”, en lugar de arrojarlos a la ilegalidad.
* Politólogo de la Universidad de los Andes y coordinador de Parcharte.com y la investigación Inventario de Arte Joven y Popular diseñada por la Fundación Casa de las Estrategias en Medellín.
** Economista, actualmente cursando la maestría en estudios culturales, investigador en observatorios de violencia, con interés investigativo en redes de arte urbanas, violencia y economía del crimen, actualmente es subdirector de www.casadelasestrategias.com.