Fuente: Semana (Colombia)
23 agosto 2013
Por Jorge Alberto Parra Norato*
El pasado 31 de julio, la Cámara de Representes del Uruguay aprobó el polémico proyecto de legalización de la marihuana. De inmediato la ONU, mediante la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), criticó la propuesta por ir en contravía del régimen internacional de control de drogas, en particular de la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes.
La oposición de este organismo a las iniciativas de reforma a las políticas de drogas no es nueva. A comienzos de este año, la crítica de la JIFE fue a los estados de Oregon y Washington en EE. UU., en donde se legalizó la marihuana por decisión popular.
En el 2012, reprochó la legalización de los cultivos de coca y sus usos tradicionales en Bolivia. En el 2009, la constitucionalidad del consumo personal de drogas ilícitas en Argentina y, varios años atrás, en 1997, lo hizo contra los “coffee shops” holandeses, en donde es legal la venta de cannabis.
En todos estos casos el argumento de la JIFE ha sido el mismo: según la Junta, este tipo de reformas contradicen el derecho internacional al no respetar la letra y espíritu de las Convenciones de la ONU sobre estupefacientes. Se trata de una tesis que, además de ser ampliamente conservadora, es también jurídicamente cuestionable, políticamente sesgada y proviene de un organismo poco legítimo. Veamos.
Es jurídicamente cuestionable porque desconoce la integralidad que debe preservar el derecho internacional. Así como los Estados no pueden garantizar ciertos derechos a sus ciudadanos y desconocer otros, en el escenario internacional tampoco pueden limitarse a cumplir algunos tratados desatendiendo los demás.
Si los compromisos internacionales sobre narcóticos se asumen como obligaciones aisladas y exclusivas que deben respetarse de manera irrestricta, el remedio de la JIFE sería más perjudicial que la “enfermedad” que pretende curar, pues en el nombre del régimen de fiscalización de drogas se estarían desconociendo los tratados internacionales de derechos humanos pese a tener carácter prevalente.
En efecto, son inmensos los costos en materia de derechos humanos que la guerra contra las drogas ha generado en escenarios como las prisiones y el sistema de salud. Así lo reflejan los tres millones de usuarios de drogas inyectables que viven con VIH en el mundo. La persecución penal y la estigmatización social motivadas por el prohibicionismo los han sometido a un contexto de discriminación, marginalidad y violencia en el que no tienen otra alternativa que compartir agujas contaminadas.
Semejante desconocimiento del derecho al disfrute del más alto nivel de salud reconocido en el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales podría cambiar con programas de distribución de jeringas como lo proponen la OMS y ONUSIDA. Sin embargo, sorprendentemente, la JIFE también criticó estas iniciativas por “contravenir” las Convenciones de drogas.
Además es un argumento políticamente sesgado, pues no tiene en cuenta el re-direccionamiento del actual debate internacional hacia la reforma de las políticas prohibicionistas. Así lo demuestra la última resolución de la Asamblea General de la OEA que alienta a abordar nuevos enfoques frente a las drogas que se basen en evidencia empírica y sean más eficientes.
De igual manera países europeos como Portugal, Holanda y Suiza han abandonado en los últimos años las políticas de prohibición absoluta por su falta de resultados; e incluso el promotor original de la guerra contra las drogas, Estados Unidos, busca descriminalizar los delitos menos graves relacionados con estupefacientes tras haber legalizado la marihuana medicinal y recreativa en algunos de sus Estados. Aún así, la JIFE prefiere desatender el debate y hacer valer la letra exacta de un tratado que se firmó en un contexto en el que ni siquiera se conocía el problema del VIH.
Finalmente, la crítica de la JIFE es poco legítima por el funcionamiento excluyente de este organismo. A diferencia del respaldo popular a las reformas en Oregon y Washington, y la aprobación en la Cámara de Representantes con participación activa de organizaciones sociales en Uruguay, las recomendaciones e informes de la JIFE son dadas por un grupo de 13 expertos que discuten a puerta cerrada. Mientras otros organismos de la ONU cuentan con procedimientos abiertos a la sana participación de la sociedad civil (p. ej. la Junta Coordinadora del Programa ONUSIDA), las sesiones de la Junta dejan de lado cualquier elemento democrático al permanecer herméticas y sin siquiera hacer públicas sus actas de reunión.
La legalización de la marihuana merece un debate incluyente construido sobre una argumentación sólida y científica. La discusión democrática en el Uruguay debe avanzar, pero las posiciones trasnochadas de la JIFE no tienen porqué obstaculizarla.
* Investigador del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad, Dejusticia (www.dejusticia.org).