Fuente: El Universal
28 de octubre, 2013
La venta y consumo de mariguana se da en la capital del país en domicilios particulares, cantinas escondidas o bares, tanto en el Centro Histórico como en la colonia Doctores, Coyoacán o Iztapalapa
El golpe seco de un candado atranca la reja blanca de dos metros de alto, sin ventanas ni manija. Es un “clac” metálico, a espaldas del visitante, que en realidad parece decir: Tú no sales de aquí sin mi permiso. En la ciudad que discute la legalización de la mariguana, aún hay que esconderse para consumir mota. Por eso venimos camuflados de parroquianos, con una cámara de video oculta que filmará las entrañas del club mariguanero más popular de la capital del país.
Pero hay que ser discretos, porque aquí los delatores o “gallinas” reciben castigo. “Al que se le vea haciendo chingaderas no se le llevará con las autoridades… se le pondrá una madriza”, advierte una cartulina pegada en la pared.
Este lugar parece una de las tantas vecindades desvencijadas del Centro Histórico, pero al cruzar la puerta se convierte en uno de los puntos de narcomenudeo más activos del Distrito Federal, donde se puede comprar y consumir cannabis. Estamos en La taberna de Don Pancho, un sitio donde se puede pedir mota en la barra, como se pide cerveza y botana, y no irse hasta quemarlo todo con los amigos en una de las cuatro mesas periqueras o en las dos bancas de un patio con piso de cemento.
Panchito, el cancerbero de este fumadero, inspecciona con la mirada a quien quiere pasar. Si le parece que no es policía, abre el candado, da la bienvenida a su negocio… y cierra. Si está demasiado drogado y no puede levantarse de la silla, o alguien le da mala espina, dice que el lugar está lleno y no despega la boca de una pipa atascada de yerba.
Actúa como gerente de restaurante: vigila que la mercancía no falte a los jóvenes de preparatoria, universitarios, maestros, comerciantes y turistas intrépidos, quienes se dejan enjaular para consumir 50 o 100 pesos de mota. En días de operativo policiaco, este hombre corpulento, treintón, no abre la reja por ningún motivo, hasta que un halcón en la calle República de Brasil le avise que el peligro se ha retirado. Pueden pasar minutos u horas de encierro, pero cuando el riesgo se disipa, el cancerbero se relaja y tranquiliza a los clientes con una frase: “Tranquis, acá movemos nosotros, no la tira”.
En esta taberna, la ley de narcomenudeo no existe. El amo es una planta de cáñamo y la única autoridad es Panchito, quien disfruta ver a sus clientes reír con la mandíbula aflojada por la mariguana, con rock pop de fondo, viendo de reojo el mural de personajes de caricatura que aparecen con los ojos enrojecidos por la yerba, leyendo un letrero burlón que dice: “No puedes fumar”. Es el paraíso grifo hasta que ocasionalmente se baja al infierno cuando aparece una pistola 9 milímetros, que Panchito pone en la barra para que sus clientes examinen el fierro y lo compren, si quieren. Es el otro negocio del club.
Si eso pasa, la gente se espanta, ofrece pagar todo e irse ante el temor de una bala perdida, pero una vez comenzada la venta nadie sale hasta que se concrete. No vaya a ser que un cliente sea policía y dé aviso de la transacción. “Aguanten, échale una jaladita para que se alivianen el susto”, aconseja el cancerbero imitando el jalón de una bachita. En cuanto se acaba el negocio, todos respiran aliviados, vuelven a quemar mota y la angustia se convierte en un olor dulce que impregna el otro lado de la reja y su candado.
“Es seguro el jale… o tan seguro como puede ser un lugar como este”, dice Panchito durante una de las tardes en que visitamos el lugar. Lo hicimos cinco veces, filmamos dos. Aquí suelen encerrarse por pura voluntad alrededor de 30 personas. El negocio clandestino abre por las tardes, cierra de noche.
Adelantándose al cambio de ley
La mayoría de los asistentes a la taberna se citan en el Zócalo y caminan hacia Santo Domingo, buscan la entrada del club que recibe con recelo a jóvenes en buen estado, para horas más tarde escupirlos aletargados y con los ojos rojos.
Hay que pasar un local donde se imprimen invitaciones, subir un piso y caminar frente a un comercio de serigrafía. Luego, subir al segundo piso y encontrarse con un espejo que sirve a un local de reparación de cámaras fotográficas para ver quién sube. Si es policía, alguien chifla. Panchito se encierra con sus clientes, finge que el punto de narcomenudeo es un cuartucho cualquiera.
Si nadie silba en el segundo piso, significa que no hay problema para pasar. Hay que atravesar la reja blanca y llegar hasta la barra, donde hay una pecera sin agua que guarda distintos tipos de yerba. Si el visitante tiene suerte, habrá huevona, mariguana de buena calidad que crece perezosamente en invernaderos de Sinaloa, o golden, planta amarilla que se cuida con técnicas de hidroponia. Si no hay fortuna, habrá ladrillo, cannabis de mala calaña que se fuma con semillas sin desarrollar y noquea a los dos toques. Hay días en los que sólo hay droga sintética como LSD o metanfetaminas.
“Es como nos vayan surtiendo, cosa de suerte”, dice Panchito, a quien lo rodea la leyenda de ser hijo de uno de los fundadores de la banda Los Panchitos, que aterrorizó a la capital en los 80.
De lunes a viernes la taberna casi siempre está llena y, como buen negocio, todo cuesta: por 50 pesos los primerizos pueden rentar por una hora una pipa para fumar mariguana; por 40 pesos se compra una caguama; por 30, un paquete de sábanas para armar carrujos.
“Es seguro, banda. Si no quieres que te atore la tira con la merca en la calle, acá te la fumas y sales limpio. La única regla es nada de piedra (cocaína sólida)”, dice el cancerbero.
Este no es el único club de fumadores de una droga que en México es legal si se portan menos de cinco gramos para consumo personal. Están La vecindad, en la calle Moneda del Centro Histórico; La pera, en la colonia Doctores; El depa de mi hermano, en Santo Domingo, Coyoacán; La escuelita, en Santa María Aztahuacán, Iztapalapa. Y más.
Ahí, los consumidores rozan el peligro. Afuera de La escuelita han matado a una decena de visitantes por pleitos entre grupos de narcomenudeo; en la puerta de La pera un tipo aturdido por la cocaína acuchilló a un cliente en abril pasado; en La traca —colonia Río Blanco, Gustavo A. Madero— han levantado a clientes por comprar droga a la banda Los Negros, cuando la plaza es de Los Macario.
Pese al riesgo, los clientes llegan. Lo saben los dueños, quienes se juegan una sentencia de hasta 30 años por encabezar un club mariguanero que capte una parte de un negocio que genera 30 millones de dólares al año sólo en el Distrito Federal, según el Colectivo Por una Política Integral de Drogas (Cupidh).
Algunos, como Panchito, llevan años en el negocio, en espera de que un giro en la ley los vuelva legales. Un golpe de suerte que este año lanzó su primer zarpazo.
El fantasma de la legalización
El 28 de febrero pasado, el diputado federal perredista Fernando Belaunzarán presentó ante la Cámara de Diputados la Iniciativa para el Control de la Cannabis, la Atención de las Adicciones y la Rehabilitación, que permitiría la producción, industrialización, distribución y venta de mariguana en el país.
El documento causó un rechazo inmediato entre las autoridades federales, pero no entre legisladores capitalinos del PRD, quienes encabezados por el asambleísta Vidal Llerenas vieron el tema como parte de la agenda de la izquierda y abrieron un nuevo frente a la discusión: si el país no quiere sumarse a la tendencia internacional de despenalizar las drogas, la capital lo haría.
Así, la bancada del PRD en la Asamblea Legislativa respaldó la idea de abrir el debate sobre el tema, mientras que Belaunzarán seguiría su lucha por reformar tres leyes federales y el Código Penal Federal para legalizar la creación de centros de venta de mariguana, portar hasta 25 gramos de la yerba para uso personal… y la apertura de clubes cannabicos como el de Panchito.
“El hecho de que estos clubes estén en manos de la delincuencia provoca que no haya medidas de seguridad. Regular es controlar, y si esto sigue en la clandestinidad, se nos puede salir de control”, dice.
Otro recurso para cortar el financiamiento al crimen, explica el diputado, es el autoconsumo: que se pueda cultivar en casa hasta seis plantas para uso personal, eliminando la necesidad del narcomenudista y el halcón, quienes operan armados y arriesgan al cliente.
“Hay opciones: que los que quieran vender y consumir formen una cooperativa legal, regulada por el Estado, que paguen impuestos y puedan usarse para el tratamiento de adicciones… o que la gente pueda consumir, como adultos, en su casa, y ser responsables”. ¿Será una idea atractiva para Panchito?
Tú no sales de aquí sin mi permiso
Nadie sabe cuántos clubes mariguaneros hay en la ciudad. Son domicilios particulares, cantinas escondidas, locales que de día son oficinas y de noche tabernas, bares donde la oscuridad de un concierto permite sacar mota ante la venia de los dueños, quienes saben que la permisividad también es negocio.
La mayoría de los consumidores de mariguana del DF saben, al menos, dónde está uno y cómo llegar, pero lo que no saben es cómo saldrán. A veces se respira camaradería; en otras, miedo.
En La taberna de Don Pancho, el cancerbero se acomoda junto a su altar, custodiado por la Virgen y San Judas Tadeo, quienes lo miran quemar tanta yerba que comienza a contar anécdotas: aquella vez que un cliente fumó tanto que le robaron hasta los tenis; cuando encerró a un chavo hasta que sus amigos volvieran con el pago de la deuda, o cuando pagó con unos 200 pesos en yerba a unos cargadores de la zona para que reventaran a puñetazos a uno que estaba rayando el mural, justo donde Homero Simpson luce ahumado de mota.
“Yo no voy a ser socio ni empleado de nadie. El patrón soy yo, en cualquier negocio nomás hay un chingón, y ese soy yo. Mi único patrón es Dios, de ahí para abajo todos se me cuadran”, dice y se toca los genitales y avienta un beso a un cuadro que muestra a Jesucristo en una batalla de “fuercitas” con el diablo.
“Pero igual y te va mejor si te legalizas”, aconseja uno de los clientes, alumno de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Panchito se paraliza. Mira fijamente lo que queda de un cigarro y aniquila la bachita de huevona con una aspirada larga. Mira al techo y cuando no puede retener más el humo lo suelta hacia arriba, apuntando a un crucifijo.
Clava la mirada ahí. Se quita la gorra y todos se mantienen expectantes. Sonríe y apunta con el dedo a la pared, donde cuelga un plato de cerámica con una gallina empollando. “¿Sabes por qué colgué eso? Para recordarme que en el mundo hay gallinas y huevos”, dice. “Las gallinas que se vayan con la tira. Aquí el de los huevos soy yo. No la ley. Yo”.
Todos festejan. Ríen. Aplauden. No queda claro si es porque la frase les pareció ingeniosa o porque Panchito tiene esa mueca horrible que parece sonrisa, y mueve con el dedo la llave del candado. Tú no sales de aquí sin mi permiso, parece decir.